Cuando estudiaba Mitología Clásica en la Complutense de Madrid (con un profesor estupendo: Carlos García Gual), pasamos algunas sesiones dándole vueltas a los términos básicos del asunto: mito, mitologema, mitema… Me di cuenta entonces de algo que, quizá de puro obvio, no he encontrado escrito en ninguna parte: si un mito es una historia verdadera, es decir, tenida por tal por una comunidad, es imposible que dicha comunidad se avenga a colocar sus mitos en la misma categoría que los de otras; o, dicho de otro modo, que acceda a distinguirlos, siquiera metodológicamente, de la Verdad. Se sigue de ello que, una vez establecido el sentido general de mito como un tipo de relato detectable en diversas religiones, a un mito digno de tal nombre se le reconocerá en seguida por su resistencia denodada a aceptar su propia naturaleza. Los no creyentes leemos la historia de la Creación que nos da el Génesis y reconocemos desde fuera que se trata de un mito, es decir, de una ficción que en algún momento se ha considerado cierta; para el testigo de Jehová, el mito funciona como tal, en sentido inmediato y primario —y, por eso, precisamente, jamás aceptará que ‘reduzcamos’ o ‘malinterpretemos’ la Palabra de Dios como un mito, colocándola en la misma categoría que el nacimiento de Venus.
Por supuesto, el planteamiento se tambalea si consideramos que la creencia literal en la veracidad de los mitos y su descarte como ficciones completamente falaces no son las únicas opciones, ni lo han sido nunca. Pero me sigue pareciendo que el asunto tiene cierta miga, en el sentido de que descubre un mecanismo digno de tenerse en cuenta. Hay cosas (quizá los mitos no sean el mejor ejemplo) que sólo pueden ser lo que su definición afirma (o serlo en sentido pleno, fuerte) mientras no se las marque como tales: parece claro en el caso de la ingenuidad y la inocencia (no deberíamos atribuírselas a nadie que presuma de participar en ellas, o sea, siquiera, capaz de enunciarlas), y no está muy lejana la noción de secreto (que, si no deja de serlo al revelarse su existencia, pierde al menos un grado de intensidad, al asomar la patita). El maestro Agustín García Calvo, en su largo poema Sermón de ser y no ser, reivindica la misma condición para el amor: sólo quien ya se ha desenamorado alguna vez que otra, o ha dejado de amar con la intensidad necesaria, puede reconocer en lo que siente una enfermedad común, algo que ya le ha pasado antes a medio mundo y cuyas causas, efectos y fases han sido explorados ya del derecho y del revés por los expertos del ramo. Nombrar así lo sentido como amor supone declararlo, desde una distancia impasible, como cosa sabida, condenada a seguir la ruta regular que va de la exaltación a la trivialidad, de la excepción a la estadística. Merece la pena recordar los versos (1326-1346):
Estamos tú y yo como el muchacho
que mirando está los ojos de sus amores verdes
y la voz le tiembla bajo la dulce tarde, solo
con sola, y aleteando están los corazones
de los dos y sin embargo no se atreve nunca,
no puede, a pronunciarlas las palabras justas,
bien que las conoce demasiado y demasiado
sabe que se esperan esas. Pero por eso mismo
se resiste como asnillo sin domar; y tiene
su miedo su razón; pues cuando al fin susurre
«Te quiero», en el momento de decir la propia
verdad habrá jurado la mortal mentira,
y a prisión mohosa habrá por siempre condenado
la amenaza de libertad que acaso en sus amores
florecía; conque así, sintiéndolo turbiamente,
tiembla como vara verde y balbucea y busca
en los ojos de la otra desesperadamente
la inteligencia, y los minutos en la fuente
caen gota a gota en tanto y los vencejos chillan
por el cielo y todavía sigue sin poderlo
decir.
que mirando está los ojos de sus amores verdes
y la voz le tiembla bajo la dulce tarde, solo
con sola, y aleteando están los corazones
de los dos y sin embargo no se atreve nunca,
no puede, a pronunciarlas las palabras justas,
bien que las conoce demasiado y demasiado
sabe que se esperan esas. Pero por eso mismo
se resiste como asnillo sin domar; y tiene
su miedo su razón; pues cuando al fin susurre
«Te quiero», en el momento de decir la propia
verdad habrá jurado la mortal mentira,
y a prisión mohosa habrá por siempre condenado
la amenaza de libertad que acaso en sus amores
florecía; conque así, sintiéndolo turbiamente,
tiembla como vara verde y balbucea y busca
en los ojos de la otra desesperadamente
la inteligencia, y los minutos en la fuente
caen gota a gota en tanto y los vencejos chillan
por el cielo y todavía sigue sin poderlo
decir.
1 comentario:
Probablemente tenga que ver con la cuestión del theorós aristotélica (de donde viene teoría), que es aquel que desde fuera del juego puede entender el sentido interno de su mecanismo (el sentido interno que el discurso emitido desde la interioridad encubre). Para entender el juego hay que salirse de él, con lo que supone de echarlo a perder. Sin distancia, sin exterioridad, las reglas que funcionan en el juego/mito son implícitas y no se discuten (hasta el punto de que no se concibe que sean reglas). El mito es mito en la medida en que se practican sus principios básicos. Únicamente cuando se hacen explícitas se perciben como reglas, aunque dejen en ese momento de tener efecto (al menos dentro de la esfera del theorós). El análisis objetual se escinde así del discurso subjetivo. No sé si ha leído 'La regla del juego' de J.L. Pardo, un sensacional análisis de la filosofía desde este punto de vista. saludos
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