viernes, 1 de diciembre de 2006

El poeta alfonsí


Los poemas de Alfonso García Pecharromán, buen amigo perdido en combate, me han hecho cavilar bastante. Recuerdo su contrariedad cuando le decía que, a mi juicio, era un romántico empedernido: para él la historia del arte, a partir del XVII, había entrado en barrena.

Aunque le distingo negando con la cabeza, creo tener alguna razón. No sólo por su devoción, nunca negada, por Larra. Hay algo esencialmente romántico (y aun romántico de la primera hora) en su poética: ese impudor agreste que afronta por las bravas los sentimientos, utilizando sin anestesia las grandes palabras (amor, tristeza, alma). En cualquier otro contemporáneo esas premisas anacrónicas me harían ponerme en guardia; Alfonso, en cambio, logra que acepte como genuina, sin vuelta de hoja, esa manera suya de tomárselo todo a vida y muerte.

Su forma de sentir le hizo insensible a puntos esenciales de la sensibilidad contemporánea (pudor, sugerencia, observación irónica de los propios sentimientos). Gracias a eso, pudo rescatar un venero del que esa sensibilidad se ha declarado alienada para siempre.

Alfonso hablaba con admiración de Gesualdo, un músico que vivió en época renacentista pero compuso sus obras en un estilo único, a veces medievalizante. Sus contemporáneos dudaban si considerarlo un retrógrado o un loco. Probablemente fuera ambas cosas; pero el hecho es que al apartarse de la sensibilidad predominante, el asesino Gesualdo logró aciertos que no eran ni medievalizantes ni renacentistas: una obra realmente sui generis, exterior al camino pautado por la Historia del arte.

Con Alfonso pasa lo mismo. Se observa muy bien en las melodías que creó para algunos poemas latinos de Catulo: ni son medievales ni, presumiblemente, son romanas (¿cómo saberlo?). Sin embargo, suenan verazmente antiguas, ancestrales en un sentido más chamánico que arqueológico.

Lo que para casi todo el mundo estaba muerto, seguía en él vivo y cambiante, impredecible, abierto. Nadie más lejos de cualquier tipo de neoclasicismo (imitación servil, ajuste a regla): ni más cerca, acaso, de lo que puede ser el 'renacimiento' en cuanto continuidad inesperada de una memoria que se pretendía cancelada y de pronto aflora a borbotones. Lo peculiar de Alfonso es que su Renacimiento no lo era sólo de lo romano antiguo, sino también del Cancionero, de los Carmina Burana, del Arcipreste de Hita, de los renacentistas mismos, y de los grandes barrocos (Quevedo, Góngora y Baltasar de Alcázar en particular). Toda esa memoria vivía en él, al precio de que, por ejemplo, el blues, el flamenco y casi toda la música moderna le dejasen indiferente. Sacrificio: grave pérdida por grave ganancia, cegarse un ojo para ver mejor con otro.

El ojo que él se cegó es el que a la mayoría nos sirve de referencia. El que supo abrir, y ésa es la cuestión, ¿qué costra nos lo cubre?


Tras miradas de cerveza
y aquel vino rojo sangre
firmamos pacto sagrado:
yo hablé de amarte en silencio,
tú de sonreírme al lado.

Ahora tiemblas en mis manos,
yo te canto en mi destierro.
¿Qué error cometí, mi niña,
que merece tal castigo?
¿Qué cuesta tan alto precio?

Pido al Cielo que me enseñe
a bienamarte entre versos,
que entre abrazos ya no puedo:
que ni tus ojos consuelan
si en verdad me tienes miedo.

Alfonso, 3-8-95

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Entro ahora. Tus comentarios son exactos. Y aún recuerdo esa camisa.
Profundamente impresionado,

Grifo

Al59 dijo...

Ni te cuento, porque lo sabes, con qué dudas me lanzo a hablar de esto. Por otro lado, aunque sea para gusto de pocos, ¿cómo guardarnos algo así, sin compartirlo lo mejor que sepamos?