viernes, 14 de diciembre de 2007

Aprendices de brujo


En la trama de Un mago de Terramar, de Ursula K. Le Guin, hay un guiño a una historia célebre de la literatura universal: El aprendiz de brujo. La primera versión que conocemos de esta historia aparece en una obra bien curiosa: Los cuentistas (Philopseudéis), de Luciano de Samósata, un autor del siglo II d.C. que, desde una posición escéptica, se burla en sus obras de los dioses, héroes, filósofos y creencias de la cultura clásica griega. Luciano escribe en una época de sincretismo religioso en la que la magia y los cultos de origen egipcio y oriental (por ejemplo, el culto a la diosa egipcia Isis) estaban muy extendidos por todo el Imperio romano. En Los cuentistas (también conocida como El amigo de las mentiras o El descreído), un escéptico llamado Tiquíades acude a casa del filósofo Éucrates, un anciano famoso por su sabiduría, donde se han reunido varias personas convencidas de la realidad de lo sobrenatural (son los cuentistas a los que alude el título). Cada una de ellas aporta su testimonio personal: los hay que han asistido a curaciones milagrosas, como curar la mordedura de una víbora aplicando en el pie una piedra arrancada de la estela sepulcral de una doncella muerta; otro conoce a un extranjero que es capaz de volar por el aire, caminar sobre el agua y atravesar sin daño el fuego; un tercero ha visto con sus propios ojos cómo un brujo invocaba a un muerto y bajaba la luna del cielo. Tiquíades va rebatiendo todas estas historias (que hoy, quizá, llamaríamos leyendas urbanas), buscándoles una explicación racional o desenmascarándolas como patrañas. En un momento determinado, el propio Éucrates cuenta una historia que le sucedió en su juventud:

—Os voy a contar otra cosa que me ocurrió a mí personalmente y que no me la ha contado nadie. Quizá cuando la oigas, Tiquíades, te persuadirás de la verdad del relato. Cuando era joven y vivía en Egipto, donde mi padre me había enviado para estudiar, sentí deseos de remontar el río hasta Copto y desde allí acercarme a Memnón, para oír su maravilloso canto a la salida del sol . No le oí, como ocurre a la mayoría, un ruido ininteligible, sino que el mismo Memnón abrió la boca y me dio un oráculo en siete versos, que os diría si no fuera apartarme de mi asunto. A la vuelta me acompañó en el barco un hombre de Menfis, uno de los escribas sagrados, admirado por su saber y conocedor de todas las doctrinas de los egipcios. Se decía que había vivido veintitrés años en santuarios subterráneos y que allí Isis le enseñó la magia.

—Te refieres a Páncrates —dijo Arignoto—, mi maestro, un santón que va siempre rapado, muy sabio pero que no habla griego muy bien, estirado, chato, de labios salientes y piernas finas.

—Ese mismo —dijo Éucrates—, el famoso Páncrates. Al principio no sabía quién era, pero cuando vi que cada vez que fondeaba el barco hacía muchos milagros, y sobre todo cuando lo vi cabalgar sobre los cocodrilos y nadar con las fieras, las cuales lo respetaban y saludaban moviendo la cola, me di cuenta de que era un hombre santo. Poco a poco, sin darme cuenta, me fui haciendo amigo y compañero suyo, tanto que llegó a comunicarme sus saberes secretos.

»Al final me convenció para que dejara a mis criados en Menfis y lo acompañara yo solo, pues, decía, no nos iban a faltar quienes se ocuparan de nosotros. Y en lo sucesivo esto es lo que hacíamos. Cada vez que llegábamos a una posada, cogía la barra de la puerta, la escoba o incluso la mano de un mortero, lo vestía, pronunciaba un ensalmo y lo hacía andar, de forma que todos creían que era una persona. La cosa salía fuera, traía el agua, hacía la compra, cocinaba y nos atendía en todo hábilmente. Cuando ya no necesitábamos más ayuda, volvía a pronunciar el ensalmo y hacía a la escoba escoba, y a la mano de mortero, mano de mortero.

»Por mucho que yo me esforzaba, no había manera de que me lo enseñara a hacer a mí, pues se mostraba muy receloso y eso que en lo demás era de lo más afable. Un día me escondí cerca de él en la oscuridad y logré oír el ensalmo, compuesto de tres sílabas. Luego se marchó a la plaza, tras dar tarea a la mano de mortero. Al día siguiente, mientras él andaba ocupado en la plaza, fui por la mano de mortero, hice los mismos gestos, pronuncié las sílabas y le ordené ir por agua. Cuando trajo el cántaro lleno le dije: "Deja ya de traer agua: sé otra vez mano de mortero". Mas ya no quiso hacerme caso, y no dejaba de traer agua, hasta que acabó inundando la casa de tanta que trajo. Yo no sabía qué hacer y tenía miedo de que cuando Páncrates lo viera se enfadara (como ocurrió), así que cojo un hacha y corto la mano de mortero en dos. Pero hete aquí que cada parte cogió un cántaro y seguía trayendo agua, con lo que, en vez de uno, tenía ahora dos sirvientes. En éstas llegó Páncrates y al ver lo que pasaba los hizo de nuevo de madera, como eran antes del hechizo, y me dejó, marchándose, no sé a dónde, sin que lo viera.» (Luciano de Samósata, Diálogos de los dioses. Relatos fantásticos, Barcelona: Círculo de Lectores, 1996, pp. 199-200, tr. Jaime Curbera.)

Goethe se inspiró en la historia de Luciano para su balada El aprendiz de brujo (Der Zauberlehrling,1797). La trama es similar: un estudiante de magia nos cuenta que aprovecha la ausencia de su viejo maestro para poner a prueba lo que ha aprendido de él, pues ha aprendido de memoria sus palabras y sus gestos y se siente capaz de reproducirlos a la perfección. Con una fórmula mágica, invoca al agua para que fluya y llene un estanque. Después, llama a su escoba y la insta a vestirse con harapos. Comienza a darle órdenes: ponerse sobre dos pies, sacar una cabeza y coger un cubo. La escoba cumple su cometido y comienza a traer el agua para llenar el recipiente. Cuando está lleno, le ordena que se pare; pero el objeto animado no le hace caso. El aprendiz de brujo se da cuenta, consternado, de que ha olvidado las palabras del maestro. La escoba sigue trayendo agua y lo inunda todo. Entonces el aprendiz se enfada con la escoba y la llama "engendro del infierno". La escoba adquiere un aspecto aterrador, por lo que coge el hacha y la parte en dos pedazos, con el resultado que conocemos. Cuando ve venir al maestro le dice que los espíritus que ha convocado ignoran sus órdenes. El maestro, tras ordenar a la escoba que retorne a su rincón, le hace saber que sólo él, como maestro que es, puede convocar a los espíritus para servirle.

El músico francés Paul Dukas compuso en 1897 un poema sinfónico inspirado en la balada de Goethe, llamado también El aprendiz de brujo (L'apprenti sorcier). Esta obra, la más famosa de su autor, llamó la atención de Walt Disney, que en 1938 decidió hacer un corto de animación sobre el tema, con la música de Dukas como banda sonora y el ratón Mickey como protagonista. Al mago, sin nombre en la balada de Goethe, se le presenta como Yen Sid (Disney al revés). El resultado complació tanto a Walt Disney que amplió el proyecto, construyendo toda una película de animación basada en piezas célebres de la música clásica, Fantasía (1940). Aunque la película fue un fracaso comercial, hoy se considera una obra maestra de la animación.



En febrero de 2007 se hizo público que el actor Nicolas Cage prepara para Walt Disney Pictures una película llamada, igualmente, El aprendiz de brujo (The Sorcerer’s Apprentice), en la que él mismo dará vida al personaje del mago, Yen Sid.

La figura del aprendiz de brujo se ha convertido en el arquetipo de aquéllos que empiezan algo que no serán capaces de acabar, pues el asunto emprendido supera sus fuerzas y acaba yéndoseles de las manos. Los autores ecologistas han criticado a menudo la acción del hombre sobre su entorno natural recurriendo a esta figura: como el aprendiz de brujo, la sociedad industrial ha puesto en marcha poderes (la bomba atómica, por ejemplo) que no es capaz de controlar.

Hay relatos similares en la tradición popular, sobre personas que intentan usar un objeto mágico sin tener el conocimiento necesario. En este relato tradicional francés, por ejemplo, se trata de un molinillo para moler sal:
El molinillo mágico

Érase una vez un hechicero que había inventado un molinillo que podía moler todo lo que él le ordenara y que sólo se detenía cuando su inventor pronunciaba cierta fórmula. Un día un marino se enteró de la existencia de este maravilloso molinillo y lo robó. Huyó por el mar y cuando estuvo en mar abierto ordenó al molinillo que moliera un poco de sal para el bacalao que pensaba pescar. Pronto toda la embarcación estuvo llena de sal, pero, ¡ay!, el marino, ignorante de la fórmula mágica, no podía hacer que el molinillo parase. Éste continuó moliendo y moliendo enormes cantidades de sal hasta que el barco se hundió bajo tanto peso y lo arrastró consigo al fondo del mar. El molinillo aún continúa moliendo sal, y por eso el agua del mar es salada. (Angelo S. Rappoport, El mar, s.l.: Studio Editions, 1995, pp. 19-20).
El paralelismo de Un mago de Terramar con estas historias es claro: Ged, primero aprendiz de un mago (Ogión el Silencioso) y luego estudiante de magia en la escuela de Roke cae por dos veces en el error de lanzar, para presumir de su poder, un hechizo de invocación de los muertos para el que no está preparado. La primera vez, la intervención de su maestro aborta a tiempo el proceso, pero la segunda sucede algo horrible: junto al alma invocada (la de la legendaria princesa Elfarran, muerta hace miles de años), se presenta una criatura maligna de gran poder, que está a punto de matar a Ged, y lo deja desfigurado para siempre. Sólo la intervención del mago más poderoso de Roke, Nemmerle, logra ahuyentar a la sombra y salvar la vida del aprendiz de brujo; y queda tan agotado por ello que muere.

A partir de este momento, Ged tiene que dedicar sus fuerzas a afrontar el error cometido e intentar subsanarlo, localizando a la sombra que ha liberado y deteniéndola. Sin embargo, en un mundo en el que la magia sobre un objeto o criatura se basa en el conocimiento de su verdadero nombre, Ged se enfrenta a una dificultad insalvable: según los sabios, la sombra es una criatura innominada. Sólo al final del libro se resolverá el enigma, de una manera tan sorprendente como lógica.

4 comentarios:

Juan Poz dijo...

Hermosa lección filológica, Alejandro, que se lee con el placer con que siempre los cuentos nos revelan que, aun repetidos, son siempre una vez, la primera, aunque sean, en la cadena de las tansmisiones, la vigesimosegunda. La emoción del primer cuento de Luciano me ha trañido a la memoria El asno de oro, de apuleyo, una lectura muy reciente y que imperdonablemente no había querido tener tiempo pa dedicarle, requerido de amores lectores por obras que no valen ni un adarme de lo que vale aquélla. Me abstengo de decir que es una obra absolutamente moderna, porque sería insultarla. Es un clásico y así conviene que siga manteniendo el secreto de su eterna juventud. De alguna manera, he visto en ella la semilla de obras como La Celestina, el Lazarillo o el mismísimo Quijote.

Anónimo dijo...

Yo, sin embargo, siento desconcierto tras leer esta para mí no lección filológica, sino de amistad. No sabría explicarlo racionalmente y, como simple aprendiz de otras formas de conocimiento, tampoco puedo exponer la inquietud rara que experimenté tras esta lectura. Varios relatos para un mismo mensaje: el del aprendiz de brujo, tan valioso como el maestro, pero aún diferente, como siempre será, ni más, ni menos.
Y me ha gustado particularmente el dibujo del principio.
Salux,
Drix

Al59 dijo...

Gracias a ambos. Bien traes a cuenta, Juan, El asno de oro, una maravilla que su prestigio clásico mantiene, por desgracia, a buen recaudo de muchos lectores. También Lucio es, en efecto, un fallido aprendiz de brujo (y le viene a uno a la mente también eso de "salirle a uno rana algo", que se diría un decir de la isla de Roke).

Mage: no sé esta vez si capto lo que quieres decir. Desde luego, uno nunca habla de estas cosas sin hablar también, lo sepa o no, de cómo le va en ellas. ¡Salud y anarquía!

Al59 dijo...

Linda coincidencia: mi maestro José María Lucas, Rosa Pedrero y Helena Guzmán le siguen también el rastro a esta estupenda historia en este programa de la UNED.