Se me habían escapado estas dos joyas del folk-rock chileno, santánico more, aportadas por un amable anónimo (¿JR?) a la entrada sobre los Destellos.
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Por cortesía de Bremaneur, un cuento poco conocido del gran Ferlosio.
El huésped de las nieves
Rafael Sánchez Ferlosio
Rafael Sánchez Ferlosio
Capítulo I
Había una vez, por los Montes de Toledo, en una tierra muy espesa de manchas que se llama La Jara, una casa de campo en que vivía una familia que tenía dos burros. Una tarde en que el padre había salido con los burros a un pueblo cerca a por harina, se cubrió el cielo de un nublado todo igual y blanco y comenzó a nevar y más nevar, de una manera como pocas veces se ve en aquella tierra; así que, oscureciendo, había ya en el suelo una manta de nieve de cerca de una cuarta, y el padre no volvía. Ya de noche, llamaron a la puerta y era un vecino de los alrededores que venía a caballo y, de parte del padre, les traía recado de que aquella noche se quedaba a dormir en el pueblo, pues, siendo los borricos algo tropezones y cargados con sacos como habían de venir, no se atrevía con tanta nieve a emprender el camino de regreso y, por tanto, que no se preocupasen si no volvía aquella misma noche ni hasta tanto que viese los caminos un poco despejados.[+]
A la mañana del siguiente día la nieve había subido hasta dos palmos; y que nunca había visto, en sus setenta años, otra nevada igual, dijo el abuelo al asomarse a la ventana.
Mirando hacia los cerros, se veía todo lo que antes eran oscuras manchas de jaral -casi cubierto de blancura, pero no del todo, porque las jaras llegan a crecer más de dos cuartas y aun las hay que levantan hasta por cima de los hombres altos. Así que las más de ellas sobresalían de la nieve, aunque también sus hojas aparecían nevadas en gran parte.
La jara es una planta con los tallos muy negros; y en el verano, cuando el sol calienta, las hojas se le ponen pegajosas, lo mismo que con un pringue de miel, y se pueden pegar sobre la mano como el esparadrapo.
Duró la nieve otro día más, y el padre continuaba sin volver. A la mañana del segundo día, el mayor de los hijos entró todo alborotado diciendo que la ventana de la cuadra estaba abierta, la falleba rota, los pesebres revuel¬tos, el heno derribado, y que por todas partes se veían señales de que alguien había estado allí, y que quién podría haber sido.
-Poco estropicio ha sido, según tú lo refieres -dijo el abuelo tan tranquilo-, y yo no quiero andar cruzando los corrales para verlo, que mis pies ya no están para el frío de las nieves. Cuando venga tu padre, que lo averigüe él, si lo desea.
-¡Una falleba nueva -gritó la madre desde la cocina-, que me costó seis duros el ponerla este otoño que acaba de pasar!
Se presentó, sin esperarlo, el padre a mediodía, diciendo que se había decidido por fin a regresar en vista de que iba para largo y porque había pensado que total iba a ser casi peor venir pisando por los barrizales que habrían de formarse en los caminos al derretirse de las nieves. Mientras decía estas cosas dentro de la casa, quitándose la manta de los hombros, salió el hijo mayor a atender a los burros que llegaron cansados y friolentos y a descargarlos de los sacos que traían sobre el lomo y que venían cubiertos con gualdrapas de telas embreadas, no siendo que la harina se mojase y se echase a perder. Trajeron un brazado de tarmas, o sea leña menuda, de los matorrales, y 1o echaron encima de las brasas que quedaban de haber hecho poco antes la comida y le armaron al padre una gran lumbre porque había venido hundiéndose en la nieve casi hasta la rodilla y tenía los pantalones empapados. Se sentó en el escaño y se sacó las botas y los calcetines que estaban igualmente chorreando y avanzaba los pies hacia la llama a riesgo de quemarse, porque de tan helados como los traía no sentía en las plantas el calor. Le dieron algo de comer y, mientras él comía, los demás le contaron el extraño suceso de la cuadra. Así que, cuando se hubo repuesto y calentado, volvió a calzarse con calcetines secos y otras botas, y se fue con el hijo mayor hacia la cuadra, en donde ya los burros masticaban el pienso en los pesebres. Observó el padre la falleba rota y miró con cuidado a todas partes, concluyendo que no era ciertamente una persona la que en aquel lugar había penetrado.
-¿Y tú cómo has mirado, bobalán -añadió de repente-, que no has visto esta huella marcada en el estiércol? -y le mostraba al hijo unas pisadas de pezuña doble de forma semejante a la pista de las cabras, pero mucho mayores-. ¿Conoces tú estas huellas?
-De borrico no son -dijo el muchacho.
-No. Ni de golondrina. Eso seguro -dijo el padre riendo-. A ver. ¿De qué serán?
-De buey creo que no son. Son más estrechas.
-Tampoco son de buey.
-De cabra no serán, que son muy grandes.
-Tampoco son de cabra.
-De un cochino serían más redondas.
-Tampoco de cochino, Nicolás.
-Las de oveja son mucho más chiquitas.
-Ni tampoco de oveja.
-Padre... ¿De qué serán? Ya no hay otro animal de dos pezuñas.
-¿Que no hay otro animal?
-No hay otro. ¡No lo hay!
El padre cogió entonces a su hijo por el hombro y le apretó, mirándole a la cara.
-Mírame, Nicolás. Aquella vez que subiste tú conmigo a lo alto de la sierra, ¿no saltó de repente delante de nosotros y escapó a la carrera un animal hermoso que tenía unos cuernos como ramas y que corría más que ningún caballo? ¿Ya no te acuerdas de él?
El chico puso unos ojos redondos como platos, y con enorme asombro exclamó:
-¡¡El ciervo, padre!! ¡Un ciervo ha estado aquí! ¿Cómo habrá entrado? ¿Por qué habrá venido?
Capítulo II
Se habló en la casa del descubrimiento. El padre dijo que sin duda alguna, por haberse cubierto de nieve todo el campo y estar las hierbas enterradas, no hallando qué comer los animales de los montes, el ciervo aquél, acuciado por el hambre, habría acudido al heno de la cuadra. A lo cual el abuelo replicó que no era un caso totalmente nuevo, y que ya se había dado algún invierno con las cabras montesas de la sierra el bajar a pastar con los rebaños de los pueblos; pero que el ciervo tiene fama de animal de muy poco comer, para el que no son nada cuatro días de ayuno, y que aquél, de ser ciervo, sería algún golosón, que entre todos los seres de este mundo tiene que darse la golosería.
El muchacho no hacía más que mirar por la ventana hacia las lomas de jarales, y aún quería pasar con su mirada al otro lado de los montes y alcanzar las umbrías escondidas, los últimos rincones de los bosques, de donde imaginaba que el ciervo habría venido. Y, oscureciendo, vio las nubes retirarse del cielo y luego aparecer una gran luna que iluminaba toda la nevada. Cenó callado y pensativo, y tan sólo a las postres despegó los labios para sacar de nuevo el ciervo a relucir.
-Como sabe el camino, a lo mejor vuelve esta noche, padre.
La madre no entendía de quién hablaba.
-¿Qué dices tú? ¿Quién va a volver?
El padre sí entendió, y ya se reía.
-Pues quién va a ser, mujer. El ciervo, que no se le quita de la imaginación.
El abuelo opinó que bien podía volver a presentarse, no habiéndose la nieve derretido y con los pastos todavía cubiertos. Y le daba al muchacho con el codo.
-¿No sabes, Nicolás, cómo se cuentan los años de los ciervos?
-¿Cómo, abuelo?
-Esos cuernos que llevan como ramas peladas empiezan a nacerles alrededor del año. Igual que el par de dientes que le apuntan a tu hermano Eusebio, que ya debe andar cerca de cumplirlo también.
-¡Jesús, María, y qué comparaciones! --dijo la madre junto al fregadero.
-Bueno; pues ese primer año les sale solamente un par de puntas igual que dos estacas y por eso se llaman estaqueros; pero a la primavera se les caen y se quedan sin cuernos otra vez. Y todo el verano tardan en crecerles los nuevos, que primero vienen cubiertos con una pelusilla igual que el terciopelo de los melocotones, hasta que no les crecen más. Entonces se conoce que les pica ese pellejo de pelusa y restriegan los cuernos contra los troncos de los árboles hasta desnudárselos y dejar descubierto lo que es pura madera. Así que año tras año pierde el ciervo los cuernos, y cada vez que vuelven a nacerle sale una punta más, de modo que por el número de puntas, que se llaman candiles, sacas el número de años. Si este que dice tu pa¬dre que ha venido fuera un macho, pues las hembras no tienen nunca cuernos, ahora podrías contarle los candiles y llegar a saber la edad que tiene, porque éste es el tiempo en que las astas de los ciervos se hallan en todo su esplendor.
El chico apartó los ojos de su abuelo y se volvió a su padre:
-¡Yo quiero verlo, padre! ¡No me quiero acostar!
Oyendo estas palabras, la madre comentaba sin volverse:
-Por si estaba ya poco embobado el muchacho con el ciervo, tuvo su abuelo que venir a terminar de calentarle del todo la cabeza.
-¡Si es que no es el mismo abuelo el que la tiene más caliente! -dijo el padre, volviéndose a reír-. No estamos tan seguros de que vuelva. Como quiera que sea, Nicolás, si tanto gusto tienes que das la noche por bien empleada le haremos un acecho; que mañana, con estas nieves en el campo, no tendremos faena que nos haga madrugar. Verás tú. Preparamos una soga, la atamos al postigo y dejamos abierta la ventana...
-¡A cierveros nos vamos a meter, mira qué cosa! -interrumpió la madre protestando y riéndose a la vez. Así pues, decidieron amarrar una soga a la esquina inferior de la ventana, dejando ésta abierta, y esconderse los dos, teniendo la otra punta de la soga de modo que pudiesen, de un tirón, cerrar de nuevo la ventana, en cuanto el ciervo, si tenía la ocurrencia de venir, saltase adentro de la cuadra. Cogieron un farol de aceite, de esos faroles que usan en el campo como cajas cuadradas de cristal, que tienen dentro la latita de aceite de donde sale la mecha que se enciende y arriba como un tejado de hojalata cuya cúspide remata en una anilla de hojalata también, que es por donde el farol se lleva de la mano. Lo abrió el padre por uno de los lados de cristal que funciona como una portezuela y le dio llama con una cerilla. Cogieron igualmente un par de mantas para arroparse el tiempo de espera y así salieron al corral, todo nevado y alumbrado por la luna, que era un patio cuadrado de mediano tamaño, limitado a un extremo por la casa y al otro por la cuadra y cerrado a ambos costados por dos cobertizos bajos de techumbre.
Cruzaron el corral y alcanzaron la puerta de la cuadra, donde los burros ya dormían. Abrieron la ventana y le ataron la soga, según habían pensado. Y el padre dijo entonces:
-Pudiera olfatearse de nosotros y entonces no entraría; vamos a acurrucarnos entre el heno, que huele fuertemente, escondiendo un olor en otro olor.
-Olerá los borricos -dijo el muchacho.
-A borricos olía también anoche, sin que ellos estuvieran -le replicó su padre-, que un año que faltaran no podría oler aquí más que a borrico desde el suelo a la punta del tejado, y ya ves cómo entró.
-¿En el heno nos vamos a meter? -dijo el muchacho-. Pues algún alacrán nos picará.
-¿Con estas nieves temes tú alacranes? -dijo el padre-. ¿Dónde estarán ahora los pobres alacranes? Debajo de siete piedras enterrados, y más dormidos que si estuvieran muertos, lo menos hasta que salga el sol de marzo y el terreno se vuelva a calentar.
Se arrellanaron, pues, como en un nido, en el montón del heno, a un lado en la pared de la ventana; el padre con las piernas muy abiertas y en el hueco de ellas Nicolás; echándose una manta por delante y la otra por la espalda, mientras las cuatro manos sujetaban la soga que iba hasta el postigo.
Y así se dispusieron, inmóviles y callados, a esperar desde lo oscuro, atentos solamente a la ventana y al cuadro de luz que a través de ella proyectaba la luna sobre el suelo.
La noche no era demasiado fría, porque una gran nevada deja siempre unos días más templados tras de sí, y no corría ni una brizna de aire. Y pasó tanto tiempo que las manos del hijo se fueron aflojando poco a poco hasta soltarse del todo de la soga, y ya su cuerpo entero se vencía por el sueño contra el pecho del padre, cuando éste con un súbito aunque leve movimiento lo volvió a despertar. La neta sombra de unos grandes cuernos enramados había aparecido en el alféizar, proyectada por la luna. Las manos se crisparon en la soga y, afuera, en el silencio de la nieve, se oyó, cercano, el fuerte resoplido de un olfateo receloso. Tres veces se repitió aquel resoplido hasta que al fin creció súbitamente la sombra en la ventana y a la sombra siguió el propio animal, que de un salto limpísimo salvó el alféizar sin tocarlo y vino a clavar sus cuatro pares de uñas en el suelo de la cuadra.
-¡Ahí lo tenemos, Nicolás! -gritó entonces el padre jubiloso, al tiempo que tiraban con fuerza de la soga.
Y rechinó el postigo en sus bisagras oxidadas, girando velozamente hasta golpear el marco con estruendo, casi al instante mismo en que aquel agilísimo animal, que había tenido tiempo de girar en redondo sobre sí, redoblaba, con la embestida de sus astas, el golpe en la madera. Tras lo cual se detuvo unos momentos, como dándose cuenta de haber sido ganado por la mano, mientras con vigorosos resoplidos parecía querer hacerse cargo de en qué clase de trampa había caído y en medio de qué seres se encontraba. Pausa que el padre aprovechó para decirle a Nicolás:
-Tú mira a ver si enciendes el farol, que yo veré de llegar a la ventana para afianzarla de algún modo y liberar la soga que me hace falta ahora, a ver si le echo el lazo por los cuernos.
Mas no bien hubo dicho estas palabras, cuando he aquí que empieza el ciervo a dar respingos y a trotar ciegamente de una parte a otra, derrotando cornadas en lo oscuro, golpeando las maderas, en el ansia de dar con la salida, y acorralando a los borricos, que, en sobresalto despertados, huían zarandeados por todos los rincones, sin despegarse un punto uno del otro y aun buscando el arrimo de sus amos, de quienes esperaban sin duda protección. No obstante, Nicolás ya conseguía dar luz a su farol, y el padre, liberada al fin la cuerda -«¡eh, ciervo!, ¡toma, ciervo!"-, perseguía al animal inútilmente, sin que éste se dejase convencer; cuando en esto, y habiéndose llegado Nicolás más hacia el centro de la cuadra con el farol en alto por mejor alumbrarle a su padre la faena, resultó que el animal, en una de sus locas pasadas, le arrancó de los dedos el farol y se lo llevó ensartado por la anilla en una de las puntas más altas de sus cuernos. Y al verse portador de aquella luz, que se agitaba sobre su cabeza, y sentirse sonar entre las astas el golpear de latas del farol que giraba como una bandolera, a tal punto llegaron su espanto y su violencia que el padre y Nicolás tuvieron miedo.
-¡Vamos a abrirle hacia el corral -dijo entonces el padre-, y darle desahogo, no siendo que nos lleve por delante!
Dicho lo cual se deslizó pegado a las paredes hasta alcanzar la puerta. No esperó el ciervo a que llegase a abrirla totalmente, sino que apenas vista una rendija de nieve iluminada, precipitóse a ella, saliendo hacia el corral, tan apretado entre las dos maderas, que el farol, todavía luciendo en lo alto de sus cuernos, se fue a estrellar contra la jamba y cayó al suelo en mil pedazos. Padre e hijo salieron detrás del animal, que tras breve carrera se había detenido en medio del corral iluminado por la luna; y Nicolás ahora se acordaba de las palabras de su abuelo y empezaba a contarle al ciervo los candiles. Pero no había llegado a contar seis, cuando ya éste arrancaba nuevamente a la carrera y, llegando hasta uno de los cobertizos laterales, se ponía de un salto en el tejado y, derribando nieve y quebrantando tejas, llegaba hasta la cima y desaparecía a la otra parte.
No repuestos aún de la sorpresa y el asombro ante aquel salto y fuga inesperados, vieron de pronto el padre y Nicolás que los borricos salían de estampía de la cuadra y que ya ésta aparecía iluminada por resplandor de fuego, porque la llama del farol, idos en mil añicos los cristalitos de su caja, había prendido en los mechones de heno esparcidos por el piso. Acudió el padre adentro, y desplegando prontamente una de las mantas, la abatió sobre aquellas llamaradas y logró sofocar el incipiente incendio, a tiempo apenas de que no llegase a prender en el gran montón de heno y ardiese la cuadra entera sin remedio.
Y entonces, como tomando al fin respiro y recobrán¬dose de todo el sobresalto que había turbado aquella noche su pacífica existencia, prorrumpieron los burros en un rebuzno largo y uniforme.
Capítulo III
El rebuzno a deshora de los burros despertó de su sueño a todos los durmientes de la casa. Fue el abuelo el primero en asomarse a una ventana, y Nicolás, nada más verle campear las canas a la luna, le gritó con desconsuelo: -¡Abuelo, le conté cinco puntas, pero tenía muchas más, y se ha escapado!
A otra ventana se asomó la madre y a una tercera aparecieron a la vez las cabezas gemelas de las dos hermanas; de modo que de toda la familia sólo el pequeño Eusebio permaneció como si tal cosa.
-¡Pues a ver las mis mantas! -se le oyó a la madre, que en ningún momento había mostrado demasiado entusiasmo por aquella nocturna expedición-. ¡A ver en qué estado me las devolvéis!
Y no se equivocaba en sus temores, aun ignorante todavía de lo ocurrido, sospechando que sus amadas mantas no podrían escapar sin deterioro de tan disparatadas aventuras; pues, en efecto, cuando el padre y el hijo, tras haber encerrado nuevamente a los borricos en la cuadra, devolviéndolos por fin a su reposo y al sueño interrumpido, entraron en la casa y entregaron las mantas a la madre -que había bajado ya con un candil a recibirlos- se descubrió en seguida que la más nueva de las dos estaba por una parte toda tostada y chamuscada por las llamas contra cuya amenaza había servido.
Pero mayores fueron los motivos de enfado por parte de la madre cuando, por el relato de los episodios, vino a enterarse de que los daños de la noche no paraban en el turrado de las mantas, sino que aún se prolongaban en el quebranto de las tejas y la rotura del farol. Con lo cual cabizbajos y mohínos iban el padre y Nicolás cuando todos al fin se retiraron a la cama.
Capítulo IV
A la mañana siguiente reconocieron ambos el estropicio de las tejas del tinado, que al cabo no pasó de la docena, y buscaron en la cuadra los restos del farol: se halló, por una parte, la latita del aceite causante del incendio, por otra, el armazón todo abollado y sin un solo cristal; la anilla no apareció por parte alguna.
Repusieron las tejas del tinado, pero el farol no llegaron a arreglarlo porque a la vista de sus restos el hojalatero lo halló tan malparado que dijo que más cuenta les traía comprarle a él uno nuevo, que los tenía ya hechos muy hermosos; pero cuando contaban su aventura a los amigos de los alrededores nadie quería creerlo por mucho que porfiaran, y todos se reían, comentando en las tabernas que cuándo se había visto entrar un ciervo en una cuadra a comer de los pesebres como si fuera un borriquillo. Y esto fue lo que más desazonado trajo por algún tiempo a Nicolás.
Se terminó el invierno, pasó la primavera y ya todos tenían olvidada aquella historia, cuando, una tarde, a tnediados del verano, de regreso del monte se presentó un pastor en la taberna adonde el padre de Nicolás solía ir a jugar a la baraja, y enseñó a todos un hermoso par de astas de ciervo que, siendo el tiempo de la muda, había encontrado tiradas por unas madroñeras de lo alto de la sierra. Y mostró con el dedo a los presentes cómo ensartada en una de ellas se veía, oxidada y retorcida, una anilla de lata que bien pudiera ser la de un farol.
-¡Y que me ahorquen a mí si no lo es! -dijo el padre de Nicolás, reconociéndola.
Y, pidiéndole al tabernero su caballo, salió a toda carrera hacia su casa y al cabo de una hora volvía con Nicolás a la grupa, el cual traía en su mano los despojos del farol. Y comprobada la correspondencia de éstos con la anilla, no solamente se vio corroborada ante todos los incrédulos la aventura del ciervo, sino que el chico pudo al fin contarle las puntas a su gusto y conocer los años que tenía, que resultaron ser catorce, o sea los mismos que a la sazón contaba el propio Nicolás.
5 comentarios:
Enhorabuena por el concierto del Lunes. No sé muy bien por qué, pero me sentí como si estuviera en los años 70.
Gracias, Marqués. Yo nací en el 70, así que lo que recuerdo de esos años es mi propia infancia. En cualquier caso, fue una década fertilísima en lo musical, desde el sonido Canterbury hasta los Clash. Yo me crié contra los 80, escuchando a King Crimson cuando lo que estaba de moda eran Bananarama, y eso seguro que se nota, de algún modo.
Gracias por copiarlo, Al59, y por el enlace a la página web.
Me interesa saber su opinión sobre el cuento. ¿Qué le ha parecido?
Un abrazo.
Me ha gustado, Bremaneur, aunque empezó desorientándome. No sabía si esperar una cosa de realismo mágico en plan Alfanhuí o Cunqueiro (cuando padre e hijo van descartando animales, yo me quedé pensando si el visitante sería un demontre), o una cosa parabólica profunda propia del Ferlosio de Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, o viceversa. Ni lo uno ni lo otro, claro. Casi me parecía estar leyendo a Delibes, aunque hay algo en la sorna de la madre y en el tono abiertamente didáctico de algunas explicaciones que tampoco cuadra en ese registro. Total, que me quedo pensando en eso de que RSF no quisiera republicarlo después: ¿fue obra de encargo? ¿Hay que entender que no le gustó demasiado el resultado? Y a todo esto, ¿qué opinan en Berlín, ein?
Abrazos
Al
Opino que, incapaz de saber por qué, a Ferlosio el resultado no le satisfizo. Hasta el punto de no incluir el cuento en El Geco. El cuento me parece excelente en su concepción y un poco forzado en ciertos aspectos técnicos. Respecto a estos últimos, el lenguaje: muy bien "detectado" ese Delibes, no tanto por el léxico como por el tono y el intento de fijar palabras en desuso. Y esas palabras no son sino el reflejo de intentar fijar, de forma melancólica y añorante, un mundo que ya no existe. Sospecho que es esto lo que Ferlosio considera tan abominable de este cuento. Tanto, que ha terminado echándolo en el olvido.
Apostaría a que fue un cuento pensado para su hija. Fallido. Nada de encargos. Algo triste.
En fin, lo que hace un Chardonnay musculoso que sirve de felpudo a un Weißburgunder mítico. Ahí queda eso.
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