Hoy toca Día de la Paz: una exhibición ritual de buenos sentimientos que recupera, en un marco que se pretende laico, los contenidos y maneras de aquellas misas posconciliares que nos apretaban de pequeños en el Sanvi (La paz esté con nosotroooos...). Hay cosas aprovechables (siempre es grato escuchar a los chavales tocar en sus cien flautas, tal única gaita, el Himno a la Alegría) y otras que no sabe uno por dónde cogerlas (no hay sermón infumable sin un predicador entregado, que, por lo pertinaz, no se sabe si es el más pacífico de la horda o el más necesitado de sosiego).
Este hartazgo no es nuevo: en aquel libro de Tom Wolfe sobre Ken Kesey, Ponche de ácido lisérgico, se puede comprobar con qué sorna recibían los Alegres Pillastres, en los años 60, y aun en los años álgidos de aquellos años, la versión bobalicona y simplista del pacifismo que la prensa empezaba a asociar con los hippies. Kesey, que era de otra pasta, estudió presentarse en una de aquellas manifestaciones vestido de motorista hitleriano —y, desde luego, habría sido instructivo comprobar con qué ira recibían los presuntos pacifistas aquella salida de guión.
Casualmente, ayer en clase de literatura universal leímos algunos de los Sonetos para Helena, de Pierre de Ronsard, y nos salió al paso uno, que ahora les copio, en versión de Carlos Pujol. Expone el único tipo de pacifismo que a uno, a estas alturas, no le sonroja: puestos a jugar, a pelear, apuntémonos a la única guerra realmente divertida: la de Venus.
Hasta tal punto Amor ha clavado sus dardos
en mi alma, y están tan hundidos en ella,
que mi sangre, mi voz, todo yo soy Helena,
pues que llevo grabada su belleza en mi mente.
Si las almas en fuego los franceses tuvieran
por amor como yo, gozaríamos paz,
Montcontcourt no sería una siembra de huesos
y no habría batallas como Drieux y Jazeneuf.
Acaricia de Marte los bigotes, oh Venus,
y con ceño amoroso ve a aplacar al guerrero,
que nos dé por fin paz, en tus brazos estréchale.
Ten piedad del francés, de tu estirpe troyana,
y que en paz otra vez nos hagamos la guerra
que en los montes de Ida un Anquises te hiciese.
en mi alma, y están tan hundidos en ella,
que mi sangre, mi voz, todo yo soy Helena,
pues que llevo grabada su belleza en mi mente.
Si las almas en fuego los franceses tuvieran
por amor como yo, gozaríamos paz,
Montcontcourt no sería una siembra de huesos
y no habría batallas como Drieux y Jazeneuf.
Acaricia de Marte los bigotes, oh Venus,
y con ceño amoroso ve a aplacar al guerrero,
que nos dé por fin paz, en tus brazos estréchale.
Ten piedad del francés, de tu estirpe troyana,
y que en paz otra vez nos hagamos la guerra
que en los montes de Ida un Anquises te hiciese.
2 comentarios:
Me lo llevo a mi Muro de facebook, "acaricia de Marte los bigotes, oh Venus...". Se apaciguaría Marte.
Gracias, Isabel. Se apaciguaría y hasta ronronearía, como un buen gato bigotudo.
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