domingo, 9 de julio de 2006

El Braca


EL BRACA
(Daniel Martín)

El Braca se tiró por la cárcava y anduvo serpeando de aquí allí con las suelas pesadas de barro. Cuando oyó el Land Rover echó el cuerpo al suelo y sintió que el pecho se le quedaba frío como un hierro. «No llevan perros, si no ya estaban encima. Ni aunque llueva, ni aunque el río esté ahí mismo, a un tiro de piedra». El Land Rover se alejó ronroneando y al mucho de desaparecer aún se le oía. No llevaban perros.

Se levantó del charco. No sentía ni los pies ni las manos. El pecho frío como un hierro. «Cuando vuelvan traerán perros. Si es que vuelven».

Siguió andando. «Que los puercos dejen la cárcava, yo no me atrevo. Ese golpeteo que se escucha, a ver si para». Y torció por el ramal de la derecha para ir ganando terreno. La tarde estaba avanzada, por la noche sería peligroso caminar: «por la noche los puercos no se apartan. Embisten como torpedos ciegos. Les da igual una persona que una piedra. No trae cuenta seguir por la noche. Pero es que volverán. No se darán por vencidos, no pueden hacerlo. Y traerán perros. Grandes como el agujero del patrón. Esas bestias le comen a uno vivo. Para cuando lleguen, mis huesos brillantes y rebañados. Ellos lo saben, por eso aún no sueltan los perros». La cárcava se consumió en un surco de nada. El Braca emergió a la carrera y atravesó los matorrales de jaras dejando un rastro evidente. Unos metros delante se pelaba el monte y las grandes encinas dispersas no servirían de refugio hasta que entrara la noche. Entonces sí se podría tomar por allí. «Siempre y cuando no despeje y asome la luna».

Se volvió a la cárcava. «Total, ya casi es de noche. No trae cuenta volver los pasos. Lo que gane ahora, lo pierdo luego. Además aquí tomo aliento». Cogió del suelo una ramita y se sentó en el lomo liso de una piedra cercana. Iba a dibujar un no sé qué cuando se acordó de don Roque, el patrón, siempre con algo entre manos, como él llegó con su carpeta y estuvo media mañana viéndole entrar y salir. El reloj dio algunas vueltas antes de que la voz de don Roque se dejara oír por el comunicador y su secretaria le mandara pasar. Él pasó, despacio, entumecido por el ajetreo, y don Roque, que lo vio, aprestó su sonrisa de escualo (la sonrisa que todos le veían menos el Braca) y le habló:

—Pues bien, usted dirá.

Y el Braca no dijo, pero empapeló de folios la mesa de don Roque, sin mirarle siquiera la cara, y se tomó la libertad de estar de pie, como esperando, como dormido.

—Écheles un vistazo.

Y don Roque no tuvo otro remedio, aunque no fuera más que por retirar de su escritorio tanto papel como había. Pero a medida que los iba ordenando en taquitos de a diez, los ojos se le iban yendo sin quererlo entre las páginas. Se paró. Se quedó muy quieto. Tomó al azar un dibujo y lo miró que parecía hipnotizado. Tomó otro del montón y luego otro, y en cada uno tenía la impresión de que le costaba trabajo dejar de mirarlos. Se sintió como si espiara algo y sintió vergüenza. Pobre don Roque, nunca se había sentido así.

—¿Y cómo ha dicho usted que se llama?

—Ortuño. Ortuño Bracamonte para servirle.

El papel extendido era brillante y amarillo.

—Firme usted aquí, don Ortuño, junto a las rayas del registro. Por cierto, ¿cuánto le llevó a usted dibujar tanto dibujo?

—Toda la vida, señor. ¿Firmo aquí también?

—Sí, sí, ahí también.

El Braca firmó el suelo de la cárcava y tiró la rama al suelo. El agua le entraba por el cuello y le corría la espalda de escalofríos y tiriteras. «Aunque chispee. Aunque quiera granizar. Traerán los perros cuando se les acabe la paciencia. Ahora no pueden. Piensan que no llegaré al río entre tanto Land Rover. Pero cuando se cansen de esperar me soltarán los perros a que me muerdan las pelotas». El Braca mordisqueó la raíz de un junco salió a campo abierto. Era de noche.

—¿Aún dibujando, Bracamonte?

—Sí, señor, aún dibujando.

—¿No se le seca la vista de andar tanto tiempo delante de un papel?

—No, señor, no se seca.

Y el patrón se iba y le dejaba allí, dibujando a ritmo de tres por cuatro, sin preocuparse de si le robaba los puros del cajón de abajo, como solía. Aún no sabía que demonios tenían esos dibujos para hacerse de mirar tanto. Se lo preguntó y el Braca le dijo:

—El secreto es dibujar lo que nadie sospecha.

Pero don Roque no se quedó inuy convencido con aquello. Incapaz de asegurar por otros medios los beneficios de las tiradas, cada noche se cuidaba de que no faltaran los puros en el cajón de abajo.

«Mucho más abajo», pensó, «queda una tirada de cuesta y luego otra loma y luego otra y otra, y luego a lo mejor está el río». Su rastro se imprimía en el barro con claridad alarmante. Un ciego lo podría tantear. Le dolían los pies de dejar huellas, de sentir el aliento de los civiles, que esta noche no se la iban a pasar al raso teniendo, como tenían, esos jodidos perros.

«Ese golpeteo que se escucha, a ver si para» pensó, y se deslizó cuesta abajo huyendo de don Roque por segunda vez.

Pobre don Roque, le apreciaba. Si tan sólo hubiera tenido algo más de paciencia. Pero no, él era el patrón con su casaca azul, y quería las cosas ligeritas. Por eso los demás le odiaban. Por eso cuando se te presentó en casa, sonriente escualo, «pero don Roque, ¿cómo usted por aquí?, pase, pase... pero don Roque...».

—Verá, señor Bracamonte: hemos pensado en doblar la publicación. ¿Usted se compromete a tenernos los dibujos cada quince días?

—No.

—¿Cómo no?

—No sé dibujar más rápido.

—Pero Ortuño, un profesional como usted...

Y Ortuño Bracamonte se presenta a los quince días en las oficinas con un portafolios bajo el brazo. Y entrega unos papeles enguarrinados. Y don Roque piensa que es broma, pero no es broma, y lo despide.

El Braca sale a la calle abatido y se confunde entre gentes. Él ya avisó. La culpa es del patrón. Si tan sólo tuviera algo de paciencia. El Braca está de pie, Junto a una encina, moviendo los dedos de los pies para ver si siguen ahí. Justo pisando un charco, pero no se da cuenta. No chispea, no amanece, no pasa nada de nada. Ortuño Bracamonte quiere seguir vivo y no sabe por qué.

Don Roque sí lo supo: quería seguir vendiendo tanto. No es que no apreciara a Ortuño. Lo apreciaba. Así que mandó a buscarle. No había dado con nadie capaz de dibujar lo que nadie sospecha. Pero Ortuño se había esfumado. Andaba huyendo de don Roque, como ahora, sólo que entonces lo hacía de bar en bar, y el aire tibio de ciertos lugares no guardaba relación con su pellejo fresco. El pellejo del Braca, que se durmió entre dos árboles antes de que amaneciera.

Le despertaron los helicópteros volando al ras. Dio un respingo y saltó a un matorral. Se quedó quieto, escuchando. Los helicópteros se alejaron. No se oían perros.

El sol estaba alto y el río estaba lejos. Se miró las manos. Después oteó la zona y pensó: «Si me he perdido, termino aquí». Ascendió con los pies sonando a charco y descendió luego. Su cuerpo se doblaba sin permiso, como un papel gris. El cielo gris. Como el humo de los puros del patrón.

Don Roque le ofreció más dinero y añadió:

—Si algún día vuelvo a despedirle no haga caso, yo soy así.

Se le veía demacrado, con pinta de haberlo pasado mal. En cambio el Braca tan fresco.

Y para fresco ahora, oyendo sin parar el golpeteo. Encontró una cárcava. «Por fin» pensó, y después pensó, «esto no es zona de cárcavas, o no debería serlo», y pensó, «me he perdido». El Braca se detuvo en seco para sentirse como aturdido, para notar un estrujamiento de estómago y unas náuseas de saliva y sudor. «Me he perdido».

—¿Cómo que se ha perdido?

—Sí, señor.

—Es el colmo —y se puso en pie rojo de furia.

«Si pudiera verme ahora», y salió a un claro sin preocuparse demasiado de la mirada de los centinelas.

—Sí, me he perdido.

—Me trae un solo dibujo y dice que se ha perdido. A ver, ¿dónde se ha perdido para venir con éstas?

—En el dibujo, señor. Me perdí en el dibujo.

—¿Me toma por imbécil, Ortuño?

Y el Braca le alargó una lupa y le indicó que mirara el dibujo. Y don Roque, el patrón, miró el dibujo.

«Me suena», pensó, y salió perdiendo el culo entre las jaras y los arbustos. «Quizás detrás, justo allí, tras los pinos grandes, pero hay que correr para que don Roque no se nos eche encima».

Pobre don Roque. A su sonrisa de escualo le faltaba un algo. Cuando vio las mil rayitas del dibujo, invisibles a simple vista, perdiéndose, formando una maraña de caminos que eran infinitos y mareantes.

—Me perdí en el dibujo, señor. Lo siento.

—Está usted loco. Salimos mañana y no hay dibujos...

Ya no había nada. Ni nubes ni nada. El Braca subió hasta los pinos grandes y vio el río, a lo lejos, como una línea torcida, y pensó: «Como cuando me perdí en el dibujo y don Roque se enfadó y gritó. De veras que cuando le vi venírseme, encendido de cólera, creí que me iba a pegar.»

Porque don Roque nunca tuvo paciencia. Ni con él ni con los otros.

El Braca avanzó ladera abajo sin escuchar el redoble de su pecho, sorteando las zonas claras. El río brillaba al fondo con destellos rojizos de mediodía. «Como la sangre en el cuello del patrón», pensó, «como la sangre manando del agujero que le dejó la pluma afilada».

Y corrió huyendo de don Roque, sin pararse a escuchar los ladridos.

4 comentarios:

Al59 dijo...

No me resisto a traer, siquiera, el comentario del padre del artista: "ésta es la historia de un hombre que huye de su responsabilidad". Hombre, sí. Pero...

Anónimo dijo...

Yo lo veo al revés del padre del artista. Ésta es la historia de un hombre que un sentido de la responsabilidad tal vez excesivo; y que asume destruirse a sí mismo antes que traicionar su propia obra.

Saludos

Grifo

Anónimo dijo...

Perdón por la errata anterior. El texto dice:

Yo lo veo al revés del padre del artista. Ésta es la historia de un hombre con un sentido de la responsabilidad tal vez excesivo; y que asume destruirse a sí mismo antes que traicionar su propia obra.

Saludos

Grifo

Al59 dijo...

Así es, Grifo. Con lo que tenemos bien representadas las dos visiones que el cuento enfrenta: la de don Roque, para quien El Braca demuestra ser un mal profesional (y además huye de la escena del crimen) y la de El Braca, a quien su sentido de la responsabilidad le impide comprometerse a un trabajo en un tiempo que no sea el que la propia obra dicta.