viernes, 5 de enero de 2007

La ciudad interior



Después de bastantes años sin verla, coincido en una fiesta con Eva Chinchilla, de la cosecha del 71, poeta cálida y cordial, contagiosa. Se ha ganado la vida como yo, dando clases de lengua y literatura (pero lo ha dejado, al menos de momento, por asco de corruptelas y desenfoques pedagógicos). Su labor ha dado frutos públicos: un poemario en solitario (del que resultará difícil encontrar ejemplares, me advierte), Verbo rea (Dersú Escritos, 2003) y aportaciones a dos antologías colectivas, Estruendomudo (Dersú Escritos, 2003) e Hilanderas (Amargord, 2006). Buscando en la Red versos de Eva, topo con éstos, que vienen al pelo (o me lo parece) de esas llaves de la casa deshabitada de las que hablaba el poema anterior.

Vivo en una ciudad interior,
con una familia numerosa.

Siempre hay más ciudades interiores que costeras, pero la resonancia del verso desacredita sin esfuerzo la lectura literal (salvo Venecia, incluso las ciudades costeras son un interior, un adentro donde el mar no puede entrar a su gusto). Ciudad interior sugiere un espacio realmente íntimo, privado, de la piel (o la mirada) para adentro. En principio, todos entramos (y estamos) allí a solas, aunque sospechemos (y sintamos de algún modo) que otros muchos se encuentran en las mismas, que en esto de estar a solas andamos en buena compañía. Llamamos afinidad a este paradójico estar juntos sin estarlo, implícitos, con un otro que sólo cabe hallar invisible, entrañado, u objetivado en sus señales (se acaba de ir, sí, pero puede que nos haya dejado un comentario, una nota —y tal vez le llegue nuestra respuesta). En ciertos momentos podemos vislumbrar lo que es estar de veras abandonado, radicalmente solo, en esa ciudad interior, pero, psicópatas aparte, no creo que muchos sufran (y resistan) esa experiencia. Querer a alguien, reconocerlo, implica reclamarlo y sentirlo cuando no está, contar con él para tirar adelante, como se cuenta con el lenguaje o los propios dedos. Llevar este blog me ayuda a reanimar, descubrir e incorporar algunas de esas presencias familiares sin las cuales, como a los hombres del circo de Caifás, el frío nos habría matado a los dos (criador y criatura, bloguero y blog) hace tiempo. Hay versos, como éstos de Eva, que funcionan como una llave de luz para habitaciones secretas. Desde aquí, gracias por haberles dado forma e incorporado a la red eléctrica.


4 comentarios:

j. dijo...

Ay, sí. Bonitos versos y certero texto. Y una cobija que guarde el calor, que no se pierda en el helado y muerto universo. Baste eso.

Un saludo.

J. A. Montano dijo...

He estado repasando los blogs desgajados del Nickjournal de Arcadi Espada, y lo que ha ocurrido ha sido exactamente lo mismo que a la muerte de Alejandro Magno: el imperio se ha desgajado en micro-reinos. ¡Señores, ha comenzado el periodo alejandrino!

Al59 dijo...

Yo no me siento rama de ese árbol, aunque he pasado buenos ratos en él.

Anónimo dijo...

poeta 59 veces, gracias por este regalo. Me he sentido retratada: al tiempo que descubierta, cobijada. Fue un alivio que los acordes de vuestra “ciudad sumergida” me ayudaran a recobrar la calma. No hay que huir, no es el enemigo quien enfoca tu rostro –no tus máscaras- en mitad de la noche.

Antes de sentarme a contestar, desarmo mis tres reyes magos caseros, hechos para la ocasión, bajo la fiebre del reciclaje artesanal que me subió precisamente en aquella reunión en la que nos hemos reencontrado. Baltasar, con una botella en la que guardo arena del desierto. Le acompaña un reloj de arena, como buen paje discreto.

Me siento a contestar y comprendo: la entrada que me regalas fue publicada la noche de reyes. Siempre me inquietó la mirra. La arena de ese arbusto del desierto, de uso terapéutico, analgésico y antiviral, cae a mis manos desde tu bitácora, lo que me recuerda el final de un poema de Watanabe:

“Por ese milagro/
no fui lapidada. Como si hubieran pasado siglos/
las piedras violentas cayeron de sus manos/
convertidas en suave arena”

Abro mis palmas para recibir tamaño tesoro. Ni el tiempo es una ciudad desierta, ni estamos tan solos.