jueves, 22 de julio de 2010

Cuando llegue el fin


Al final de un sueño, camino por un ancho pasillo, bastante concurrido, hacia lo que puede ser la salida al escenario (o al patíbulo). Cada pocos metros, hay bancos con asientos que ocupan la parte central. En uno de ellos, cerca de la salida, está ella, que me observa de frente, sonriendo. Me acerco. 'A pesar de todo,' le digo al oído, 'siempre te querré'. 'Y yo a ti', responde, más amplia todavía su sonrisa.

*

Es mi madre, creo, la que insiste en que acuda a la cita con el señor M.: un señor importante al que nunca he visto, aunque es pariente cercano. En realidad, no es mucho lo que tengo que hablar con él; quizá nada. Parece que la familia ha decidido buscarme un compromiso con una buena chica, un excelente partido. Es uno de esos sueños en que se superponen los tiempos: yo soy un adolescente con todas las posibilidades abiertas, pero también un hombre ya maduro, casado y con hijos. Tengo todas las cartas, o todas las he jugado ya. De ahí mi escepticismo, la sensación de irrealidad cuando acudo al encuentro, que tiene lugar en una cervecería, o acaso en una tienda de colchones (sic). El señor M. es amable conmigo, pero no quiere oír mis aclaraciones: para él no importan. Me trata como a un niño, y yo no necesito mucho esfuerzo para comportarme acordemente. Creo que tiene una foto de la chica (quizá un pasaporte: ella es italiana, de familia noble), pero, aunque la saque de su cartera, sopesándola, no llega a enseñármela. Antes de darme la mano, devuelve el as a la manga. Salgo convencido de que se trata de un error, grato pero absurdo; pero a pesar de todo acudo a otra cena, esta vez entre familiar y de negocios, a la que asisten el señor M. y mi madre, pero también mucha gente que no conozco, un pelotón de contertulios gigantescos vestidos de pingüino, sentados a una mesa de mantel blanco (quizá de papel), mucho más larga que ancha. La conversación me aburre o me aturde, pero ella llama mi atención en seguida, sin decir nada. Está sentada al otro lado de la mesa, junto al señor M., y sonríe. Comprendo. No me habían avisado que fuera a asistir, pero ahí está. Se trata, después de todo, de la figura central del sueño. Es insultantemente joven: una princesa mínima y eterna. Pienso que me gustaría escapar con ella, irnos a jugar; pero sé que, con mi desinterés, mi distancia incrédula, he arruinado el complot familiar. Pese a los esfuerzos de mamá y el señor M., no volveré a ser niño. Recuerdo, no sé si entonces o ahora, el cuento de Rebeca y los gemelos celestes, incluido en El manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki: a Rebeca, una muchacha cabalista, la educan para llegar a ser esposa de Cástor y Pólux, Géminis. Sin embargo, nunca llega a convencerse de que se trate de un futuro viable: en el espejo donde los invoca, sólo llega a ver (¿o imaginar?) por un instante los pies de los gemelos divinos. Cuando acuden a verla en sueños, y puede ver de cerca sus rostros bellísimos, sabe que vienen a decirle adiós, más compasivos que decepcionados. Así me sucede a mí: su sonrisa, más traviesa que dulce, quiere decir que me perdona, pero también que se burla: no cabía esperar más de mí. Es mucho pedir que uno acepte que la boda que te han concertado por conveniencia familiar, ajena, iba a reunirte con tu propia alma. No será así, en cualquier caso: escapo de la reunión solo y pronto estoy en un almacén cuidadosamente iluminado, como un escaparate, donde reluce el verde de una mesa de billar. Busco, quizá, el servicio, o eso he dicho. En cualquier caso, alguien me llama la atención sobre las cámaras de vigilancia. Están filmando. Busco la puerta de salida, pero antes de llegar a ella el lugar cambia: ya no es un almacén, sino el piso de abajo de un hospital, del que yo intento escapar, quizá para huir de una sentencia de muerte disfrazada de diagnóstico. Los pasillos son, también, los de un instituto a la americana, con sus taquillas a los lados. Los que me acompañan podrían ser loqueros, pero también jugadores de rugby, compañeros de equipo que van a jugársela conmigo. La salida es inminente y ahí está ella.

Cuando llegue el fin,
si no corre prisa,
quisiera beber,
limpia, de su risa;
quisiera tomar
de su mano fresca,
devolverle aquel
beso que me diera.



3 comentarios:

j. dijo...

Estas dos últimas entradas me han parecido soberbias. "Me gustaría escapar con ella, irnos a jugar."

Mis felicitaciones, Al. :)

Al59 dijo...

Muchas gracias, Javi. También es mi tipo de entrada favorita (aunque, en general, no suele ser la más comentada).

j. dijo...

En mi caso, no las suelo comentar porque 'obligan' a ponerse a la altura y no llego... De las de música, ya ni te cuento...

Creo que esto te interesará, ahora que caigo: en El boomerang hay un blog nuevo, de Eduardo Gil Bera, que, al menos de momento, va de temas de mitología, la cultura clásica, etc. Tiene algo como de anotaciones al margen, sin voluntad de 'vender' las ideas a través del estilo, pero muy sugestivo.

Un saludo.