miércoles, 21 de julio de 2010

Wild Horses


Acérquense a beber:
esta fuente no es de agua:
es de sed.
(Isabel Escudero)


Leo un librito de Jung: El inconsciente, en edición argentina de Losada. Leer a Jung siempre es un placer, o al menos comienza siéndolo. Las primeras páginas contienen un caso de neurosis: una muchacha pierde el control al toparse en la calle con un coche de caballos. Sale corriendo como alma que lleva el Diablo, y al final la encuentran bajo un puente, llorando. La reacción es, en principio, inexplicable. Jung va sacando entonces la batería de pruebas de la psicología de su época: ¿se deberá la reacción a un trauma psíquico, una experiencia desagradable anterior relacionada con los caballos? Como intuye el lector, algo hay de eso: un accidente infantil en el que los caballos del coche que llevaba a la protagonista se desmandaron y ésta tuvo que salvarse saltando del mismo, poco antes de que el vehículo cayera por un barranco. Sucede, sin embargo, que la muchacha ha pasado por experiencias igualmente intensas durante la Primera Guerra Mundial, sin que las huellas de sangre y desdicha se hayan quedado adheridas de forma preocupante a su entorno cotidiano. Hay ahí algo más. Ese algo más, dice Jung con pudor y medida, tiene que ver con el amor. Resulta que la joven venía de una fiesta: una amiga, o conocida, suya, dejaba la ciudad para descansar durante unas semanas en un balneario. Poco a poco averiguamos que la muchacha de los caballos es, de hecho, la causa de que su 'amiga' abandone la escena, pues ambas saben que el marido de la segunda ha tenido, o quiere tener, algo más que palabras con la primera. La reacción desmedida ante el coche tenía por objeto, por supuesto inconsciente, que la llevaran de vuelta a la casa donde se había celebrado la fiesta: aunque su amiga ya no estaría, sí su marido, que sabría consolarla...

Llama la atención el paralelismo entre la investigación psicoanalítica y la policial: ha sucedido, si no un crimen, algo preocupante, y hay que localizar al responsable. La búsqueda del causante, del eventual acusado y encausado, se purifica aquí hasta convertirse en la búsqueda de la causa. Ésta es, en primera instancia, un cúmulo de circunstancias; en segunda, un divorcio entre lo que las personas creen querer y lo que quieren de hecho; en tercera y definitiva, un dios: Eros. El amor mueve el mundo, escribió el joven Cernuda.

Mosquea, desde luego, el cierre. Uno puede dar por bueno lo que Jung, como doctor e inquisidor de la paciente y narrador sabelotodo, nos cuenta, pero sospechar si la cebolla no tendrá aún más capas. Sería, por ejemplo, muy junguiano (aunque el autor no lo hace) recordar el simbolismo del caballo como figura de los instintos del hombre, sus deseos que, a la mínima, se desbocan. Platón acudiría de inmediato en ayuda del intérprete con su auriga y su carro. La muchacha que huye de los caballos, la niña que salta en marcha del coche de caballos, tiene más de caballo que de auriga: como dice Jung, sus actos están regidos por sus deseos inconscientes, sin que ella pueda controlarlos o acepte siquiera asomarse a ellos. Su deseo, en fin, es a la vez desbocado y asustadizo: le cuesta apagar su sed porque teme verse reflejado en las aguas.

No hay mujeres centauros, pero sirenas y ondinas vienen a codificar la idea complementaria de una mujer traicionada por lo que Durand llama su hemisferio inferior, digestivo y sexual. Peces y caballos y sus analogías: no sólo el caballito de mar (tan inocente, o no, como esos del carrusel , lección práctica en que uno aprende que la vida es un ciclo y hay que saber agarrarse), sino la vinculación de Poseidón o Neptuno, dios del mar, con los caballos y los terremotos: en común siempre la idea de la sacudida que le arroja a uno, literalmente, a los pies de los caballos. Las damas que salen del agua, conserven o no su cola de pescado, van dejando manchas en los asientos o el suelo: en alguna ocasión, como en los Relatos verídicos de Luciano, hasta se transforman en un charco salado que la espada del héroe atraviesa, convirtiendo el agua en sangre.

La imagen clásica del auriga y los caballos servía para destacar la importancia de la voluntad: era una lucha de poder entre la razón y el deseo, más o menos compulsivo, pero evidente. En el mundo de Jung, que es el nuestro, el problema es que el auriga no ve siquiera los caballos ocultos en el motor: avanza sin saber qué le mueve ni adónde. Antes o en vez de medir sus fuerzas, debe, pues, cobrar conciencia de su situación. Jung sugiere, desde luego, que la conciencia no puede mandar sobre los dioses (de los que Eros es el principal): debe aprender a pactar con ellos, de modo que el viaje sea excitante pero prolongado, sin despeñarse a las primeras de cambio, pero sin renunciar tampoco a una visión clara, despojada de culpas y temores, del paisaje, borrascoso por necesidad, que se atraviesa. En ésas estamos. Jung renuncia a juzgar a la protagonista de su historia: no sólo no sabe lo que hace (razón suficiente para solicitar el perdón evangélico), sino que hace lo que de hecho quiere hacer, y es 'natural' que lo quiera. Como explicaba Benet, un edificio no se agrieta por molestarnos, sino en busca de un equilibrio que el constructor no pudo prever. Así también nuestros actos buscan el agua: la fuente, quizá amarga, que contiene disueltas, inefables, las respuestas.


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