El eslogan procura en vano ocultar lo obvio. La guerra es sexy: Afrodita se muere por Ares. Aún hoy, el triunfador ya anciano (en cualquier campo: por ejemplo, el artístico. Alberti, Borges) es siempre imán y víctima de una enfermera devota. No es cuestión de virtud. En mayor proporción que los presos comunes, los asesinos convictos reciben, para escándalo periódico de columnistas, cartas de amor y matrimonio. Si además están condenados a muerte, la erótica morbosa se exaspera.
Quien ama, por otra parte, lleva la guerra incorporada. En paz con los hombres, tal vez —pero en guerra con sus entrañas.
La batalla contra el slogan, contra el cromo. Lo cuenta Wolfe en su docto volumen. Blasfemando contra el colorín, Ken Kesey y sus Alegres Pillastres decidieron presentarse en uno de los actos antibelicistas de la época subidos en potentes motos y luciendo uniformes nazis. Contracultura, sí, pero junguiana: necesidad de integrar la Sombra, so pena de acabar convertidos (hoy lo vemos) en paranoicas brigadas antivicio que han pasado de fumar plátanos a perseguir hasta el palulú (ríanse, pero denles tiempo). Kesey dio el siguiente paso confraternizando con los Ángeles del Infierno, que al fin y al cabo vienen a ser una SS lúdica, en plan bondage libertario.
Estar de veras contra la guerra es estar en contra de la pasión. Laudable, si se tiene claro y el vientre consiente. Los que aún damos culto al Amor (esa bestia dulciamarga), nos atenemos a Miguel Hernández, belicista venéreo:
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.
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