domingo, 1 de enero de 2006

Juego de siempre



Por estas fechas, los componentes del que fuera taller literario Babel
y todos los que quieren sumarse a la convocatoria
celebramos un concurso de poemas y relatos,
seguido de una fiesta de Año Nuevo variablemente psicodélica.
Ésta es mi contribución al concurso de relatos
(modesta, vaya: es un género del que me he ido alejando,
aunque me alegra volver a él por Navidad).


La hoja cae desde la ventana y la vecina que la rescata queda, a partir de entonces, convencida de que llevo algún tiempo escribiéndole con la esperanza de que no me descubra. Con su sonrisa de pan mojado, se hace la encontradiza en el hall, dialoga sobre el tiempo con matices que no podrían pasarme desapercibidos.

—A la mínima va y llueve.
—A la mínima.

Y los dos nos separamos con diferentes conclusiones, ella que todo está preparado, yo que la nada se ha vuelto imparable. En clase la profesora de escritura creativa lee en voz alta mi trabajo y se interrumpe al llegar a la hoja que falta. Hay discusión sobre el efecto poético de este vacío. Al final, todos convienen que ninguna palabra podría hacerle sombra a aquel muñón de ausencia alfa. Nadie me pregunta si ha sido intencionado, pero discretamente, sin implicar a nadie, la profesora me convoca para la hora de tutoría a la hora en que he quedado con Laura y abandona la clase sin que pueda explicarle.

El cuento que estábamos escribiendo a medias se bifurca a partir de entonces. Laura y yo habíamos respetado el acuerdo: con sinceridad implacable, escribir cada tarde de lo que nos pasaba cuando estábamos juntos, y entregarnos al día siguiente las hojas garrapiñadas para leerlas (o no) de noche y prepararnos para un nuevo encuentro.Esa tarde yo no voy, pero mi vecina, que ha aprendido mis rutinas, se presenta en mi lugar en la estación de autobuses, unos minutos antes de la cita, y esta vez se atreve a penetrar en la cantina y sentarse donde calcula que yo suelo hacerlo. Laura llega unos minutos después de la hora convenida y la encuentra dando vueltas a la hoja borrosa, saboreando un adverbio. Maldice a esta intrusa, pero se sienta en la mesa siguiente y no tiene nada mejor que observar que esta criatura extraña, su mochila con aspecto de haber ido recogiendo pedazos de sí misma. Cuando por fin empieza a llorar, no puede evitar levantarse y acudir, como sedienta, a sus lágrimas. Afuera también se ha echado a llover, y ella aprovecha, ventajista, y concluye:

—Se veía venir, ¿eh?
—Desde luego.

El despacho de la profesora está al final del pasillo, pero habría que saber de cuál. Yo entro siempre a este sitio protegido por el grupo, y ahora, al levantar y dejar caer la cancela, siento el escalofrío de un saqueador de tumbas. El módulo nuevo es inmenso, pero no lo parece cuando sigues la corriente y te dejas llevar a tu puesto, la identificación en la solapa como un salvoconducto. Con algunas dudas, he dejado los papeles en casa, en vez de los guantes, y no sé si dar o no la luz cuando subo la escalera y voy encontrando fluorescentes muertos. Por lo que dejan saber las persianas, afuera hace una tarde luminosa, y quizá por eso las hermanas han creído innecesario y vagamente blasfemo despertar la luz eléctrica. No parece que haya nadie en el edificio, y yo voy sospechando que así es mientras descifro con dificultad en cada puerta los números de las aulas, laboratorios, despachos. Es cierto que de lejos se oye música, pero recuerdo demasiado bien las palabras de la doctora, esa tendencia mía a confundir lo que suena por dentro con cualquier punto de apoyo que me preste el afuera. El ruido lejano de un ordenador encendido, de una caldera, se me transforma con demasiada facilidad en un concierto barroco o un tema inédito de Kraftwerk. La voz que estoy oyendo (le esperaba) puede ser mi propia voz (pase), y quizá me he quedado dormido pensando en la cita (¿en cuál de las dos?) y es mi propia mano (¿mi propia lengua también?) la que pasa a la acción en este instante, un sueño erótico de precisión quirúrgica que comienza por las láminas de Van Gogh que llenan las paredes breves de su despacho. Las miro y tengo la aprensión de que su color está extrañamente alterado, pero no en el mismo sentido que su voz, clara y desdichada como una chicharra.

—Esto no está funcionando. He dejado pasar lo de hoy, pero esto no está funcionando y yo no puedo seguir encubriéndolo.
—Está a punto de funcionar, digo yo —digo yo, pero eso sólo contribuye a que su Pilot rojo derrape con aspereza por el folio que, a modo de mesa, nos separa.

Lo demás ya lo he oído otras veces, así que me centro en los matices de esa voz que acabo oyendo como en trance, transformando sus palabras en las que yo imagino que merecería la pena decirme. La profesora me declara su amor como el único camino de escape de esos crímenes que, al parecer, tan imperdonables resultan, pero sin los cuales nunca habría llegado a conocerla. No tengo tiempo de hacer balance, pero todo lo siento compensado por el placer de imaginarle unas braguitas de encaje negras que arrancar o blanquear morosamente. Hay medidas más severas que podrían adoptarse, pero concuerdo con ella en que es más propio ceñirse a las que el hueco entre sus piernas propone.

Abandono el colegio sin recordar el fin de la entrevista, dudando si volveré a verla o si mañana su rostro será, como mucho, memoria. Esto es lo que me pasa y por eso me esfuerzo en escribir objetivamente, en contrastar con Laura incluso lo más psicológico y móvil. Sin embargo, cuando al día siguiente cambiamos apuntes, tengo la viva sensación de que no está atendiéndome, de que algo entre los dos se ha roto, y le resulta indiferente que le confiese que al fin mi vecina parece haberme dejado en paz.

—Esto no está funcionando —le digo, pero mirando su cara sólo distingo el pararrayos de su sonrisa tranquimazín, esa felicidad beatífica del loco al que todo lo exterior, todo lo realmente importante, le trae al pairo. Me admira haber confiado en ella y el peso de mi responsabilidad amenaza derribarme. Sabiendo lo que significaba, yo he animado a Laura a dejar su terapia, escribir sólo para mí, mientras yo sigo acudiendo con puntualidad por las mañanas a esas clases que la nueva profesora amenaza volver aún más interesantes. Cuando le entrego mis folios ya he hecho las correcciones oportunas. Los suyos, en cambio, huelen a tinta fresca. Hasta los tachones son charcos refrescantes en los que me gusta hundir los dedos, para después olerlos o chupetearlos ávidamente.

Tengo que hacer que me crea, pero hoy la barrera es casi insalvable. Habrá otro día, así que acepto sin rencores su lástima, su sonrisa de pariente que acude de visita y que al partir recoge todas sus cosas, sonrisa y corazón incluidos. Abandona la estancia y pienso que hoy voy a dejar que lo crean. Seré obediente hasta el delirio. Tomaré mis pastillas y no haré excursiones a ninguna parte. Con serena indiferencia, paso las páginas del periódico y los rostros de las dos mujeres muertas me parecen dos errores tipográficos.

1 comentario:

Al59 dijo...

No sé si el cuento habrá tenido lectores o no. En todo caso, mi impericia clamorosa había introducido un pequeño error de html que impedía poner comentarios en esta entrada una vez expandida. Le agradezco infinito a Hernán González, webmaster de Esperando Nacer, su ayuda generosa en estas lides.