martes, 21 de noviembre de 2006
Ruinas en flor
Durruti fue hombre de pocas, pero legendarias palabras. El joven Savater glosó con entusiasmo una de sus salidas: el amor a las ruinas. No se trata de la delectación romántica o decadentista en lo marchito, sino del júbilo que provoca ver cómo se tambalean los muros de la cárcel. En un plano más metafísico, García Calvo habla a menudo de las fisuras de la Realidad: la razón desmandada, en sermón o en canto, se vuelve contra su propia obra conformadora y deja adivinar por un instante lo que es previo y exterior al montaje, ese qué sé yo que florece a través de las grietas. Fotos del ángel en vuelo (veladas, por supuesto). Cuando era joven, cacé un vislumbre pasajero / por el rabillo del ojo. / Me di la vuelta a ver, mas era ido. / Ahora no me atrevería a asegurar que fue cierto.
La peripecia del anarquismo histórico tiene hoy hechuras de espejismo: por poco tiempo, pareció viable vivir sin ejército ni dinero, en una comunidad sin otro orden que su desenvolverse espontáneo, su estructura armoniosamente viva. Como dijo Darío del arte, no un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos. Reaccionarios como Borges o Tolkien no han resistido la tentación de murmurar que algún día mereceremos no tener gobierno. Cuando alguien nos cuente cómo nos lo echamos encima tal vez tengamos la historia del verdadero pecado original. Para el joven Savater, la falta que nos hizo súbditos es la delegación: pensar que alguien pueda o deba tomar las decisiones importantes de tu vida, algo tan absurdo como creer que pueda beber o fornicar por ti. El Poder reposa en la impotencia de aquellos contra los que se ejerce, y pierde por ello el derecho a ser considerado él mismo potencia, capacidad, virtud. Su logro es negativo: el Poder es que nadie pueda (pensar por sí mismo, decidir sobre su vida). Elimina el valor moral de las acciones, al reducirlas a acatamiento o desafío de una orden o prohibición externas. Si condesciende a mostrarse útil en algo, es sólo para realimentarse, legitimarse. Jamás se planteará en serio disolverse, devolver el pájaro al aire. De ahí la importancia de las grietas por las que, a pesar de todo, algo entra o se escapa. Respiramos por la herida.
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8 comentarios:
Siendo un anarquista in péctore y no poco in mores, siempre he pensado que el Estado, si bien regido, es la única defensa de los débiles, de los desamparados, de quienes, sin él, poco más que carnaza para los buitres capitalistas serían. El Estado, al menos, puede ser un freno a la voracidad. Seguramente estoy equivocado, pero aprecio en la realidad que cuanto menos Estado, mayor es la explotación, y cuanto peor funciona, mayores son las desigualdades sociales.
Todo esto, sin embargo, da para infinitas matizaciones bizantinas al amor de la lumbre, es cierto.
Me llama la atención esta teoría de Savater sobre el origen 'inocente' del Poder. Al parecer, habría nacido por delegación, por la circunstancia de haberse vuelto la sociedad compleja y numerosa. Y es sólo después, ya instalado en el Poder, cuando el Poder habría sopesado las ventajas de seguir en el Poder y se habría vuelto un fardo y un enemigo de los fines que habrían justificado su creación.
¿Cuándo nació el Poder? ¿De verdad fue creado...? Y quienes lo crearon, ¿a qué Poder obedecieron...? Y así sucesivamente. Imagino que el Poder, como la Revolución, no han sido creados. Han estado siempre. Y siempre se han manifestado.
Saludos.
Grifo
Yo también defiendo (qué remedio) que si ha de haber Estado, cumpla su parte del contrato redistribuyendo la riqueza, garantizando una enseñanza y sanidad gratuitas y de calidad, etc. La anarquía, donde la hay o pueda llegar a haberla, no es mano libre para los buitres capitalistas, sino destrucción de cualquier forma de dominación del hombre por el hombre, comenzando por la económica (en Aragón, durante su breve verano, los anarcos, además de colectivizar las tierras, abolieron el dinero).
En cuanto a lo que señalas, Grifo, temo haber parafraseado mal al joven Savater. El origen del Poder, tal como él lo presenta, no es inocente: al contrario, sus prestaciones son una legitimación a posteriori, y la posibilidad de que los súbditos las reclamen, cuando la hay, un síntoma de su relativa debilidad. Eso no quita que aceptar una autoridad superior sea siempre conformarse, por imposición o acuerdo, con la delegación. No hay que pensar (sólo) en términos (pre)históricos: todos experimentamos en mil situaciones la necesidad (quizá inducida) de delegar en otros la toma de decisiones que nos afectan. Los anarcos intentaban paliar la cuestión haciendo que las decisiones fueran asamblearias, y que todo representante estuviera sujeto en cualquier momento a la revocación por parte de la asamblea si su gestión se apartaba de los intereses generales.
En fin. Difíciles precauciones, entusiastas planteamientos. Lo increíble es que un día (y no tan lejano: aún no hace un siglo) pareciera posible llevarlos a cabo.
Esas decisiones asamblearias me traen a la memoria las patéticas escenas de Tierra y Libertad, de Loach, una película ridícula -y no por la fuerza del consonante-. Por otro lado, en cuantas decisiones asamblearias he participado, y han sido legión, lo único que he constatado siempre ha sido la fuerza apabullante de la individualidad y el poder omnímodo de la seducción retórica.
Por otro lado, y es conocimiento de la vida, no mera teorética, nada es más común entre los miembros de la especie humana que la orfandad perpetua, de ahí la solidez del Estado y su éxito social.
Saberse único responsable de uno mismo y ejercer como tal es madurez al alcance de poquísimos.
Sin duda, el anarquismo piensa bien (demasiado bien) de la capacidad de la gente para pensar y decidir. Una vez que uno tiene claro que no, hay que decidir cómo se cae uno de esa ingenuidad sin ir a parar al despotismo ilustrado o el escepticismo abúlico. Alternativamente, cómo se escapa de un orden imperfecto como el de un Imperio sin caer en otro aún peor, en plan reinos de taifas (que es lo que decimos cuando nos imaginamos la ruina del Estado del bienestar en beneficio de un mundo cocinado a lo Reagan y Thatcher). En todo caso, entre la injusticia y el desorden no hay elección posible: la injusticia es un desorden y el desorden es injusto.
Por lo demás, no comparto su visión de esa película de Loach, una de las pocas épicas que se deja ver con gusto. No te digo nada si la comparas con Libertarias (ésa sí, un bodrio).
Durruti... Durruti... Ah, sí The Durruti Column! aquel grupo de los ochenta....
Ésos eran The Durutti Column. Sic.
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