Como la niñera
que al tiovivo
lleva al hijo último
de la casa
(ya en el caballito
lo ha montado
y ya le ha metido
en el breve puño
la monedita,
y ella fiel delante
del torbellino
de los espejuelos
está mirando,
y a cada vuelta
le hace seña y una
sonrisa blanca,
cada vez la misma),
así a los giros
de este carrusel
de las estaciones
—soles y nubes—
quieto te aguardaba,
mi amor, mi niña
de los ojos turbios,
y a cada marzo
te traía algunas
violetas y unos
pocos de versos,
que decían siempre
lo mismo: «Deja
que la nieve ruede
desde tus hombros
a la negra tierra,
y de tu cabello
deja que arrastre
vendaval del Tiempo
la fronda de oro:
más allá del Tiempo
y de las trompetas
del Juïcio, allí
de mi niño está
mi brazo derecho
sosteniendo el peso
de tu cintura
que se le derrumba
entre las juncedas
de un arroyo seco
de un bosque que
llamaban Valorio...
que al tiovivo
lleva al hijo último
de la casa
(ya en el caballito
lo ha montado
y ya le ha metido
en el breve puño
la monedita,
y ella fiel delante
del torbellino
de los espejuelos
está mirando,
y a cada vuelta
le hace seña y una
sonrisa blanca,
cada vez la misma),
así a los giros
de este carrusel
de las estaciones
—soles y nubes—
quieto te aguardaba,
mi amor, mi niña
de los ojos turbios,
y a cada marzo
te traía algunas
violetas y unos
pocos de versos,
que decían siempre
lo mismo: «Deja
que la nieve ruede
desde tus hombros
a la negra tierra,
y de tu cabello
deja que arrastre
vendaval del Tiempo
la fronda de oro:
más allá del Tiempo
y de las trompetas
del Juïcio, allí
de mi niño está
mi brazo derecho
sosteniendo el peso
de tu cintura
que se le derrumba
entre las juncedas
de un arroyo seco
de un bosque que
llamaban Valorio...
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