lunes, 12 de junio de 2006

Fin de curso


El año que empecé a trabajar de profesor (y a lo tonto ya van nueve), el inconsciente, juguetón, me arrojó tal cual estos dos versos:

A veces cuando vuelvo del verano
ya han muerto casi todos mis alumnos.

Alguien se espeluznó cuando se los recité (qué buen rollo), y quizá no supe explicarle lo que a mí me estaban diciendo. El caso es que en cada final de curso me vuelve esta melancolía, y con ella estos versos, como un ancla que se quiebra o un diente que se te cae. Por mal que hayan ido las cosas (y a mí este año me han ido muy bien), siempre hay unos cuantos alumnos que, por hache o por be, se te meten en el corazón. Un curso es la imagen de un mundo, de un siglo: al menos, uno de pequeño los vivía así, vidas completas, eternas, con espacio para todo tipo de experiencias y mutaciones. El final de curso me trae la evidencia, adulta y adúltera, del acelerador: el tiempo que se va a toda hostia por el desagüe. De pronto estás dando la última clase, en un aula que, se diría, están ya desmantelando para montar otra cosa. Aquellos versos proféticos: cuando vuelva septiembre (mes cruel donde los haya), muchos de estos alumnos ya no estarán, o habremos pasado, ellos para mí, yo para ellos, a un discreto segundo plano. La excepción da idea de la crueldad de la regla: este año tuve la alegría paradójica de encontrarme de nuevo en clase de Literatura Universal a alumnos que, por razones personales que nada tienen que ver con el rendimiento académico, repetían curso. Ha sido una gozada enorme. Una parte de mí, egoísta, los tendría repitiendo siempre, cimentando aún más esa complicidad que me evita explicar obviedades y nos permite saltar a otro nivel mucho menos transitado.

Sin embargo, hay que pasar a otra cosa, resignarnos a hacernos recuerdo, fantasma. Es la vida. Algo se muere en cada fin de curso —y se queda a habitarnos para siempre.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Al: cúmulo de sensaciones comunes su post. Aunque su cambio de paradigma relativo al mes cruel, me ha recordado a M. V. Montalbán que calificando a agosto como "peligroso mes con orillas" aguardaba septiembre "con necia impaciencia". Claro, pero era en el 2002.

Joselu dijo...

Sí, son días de ir desmontando el chiringuito. En mi caso son ya veinte años, y al acabar el curso me invade también esa suave melancolía de la que hablas. Nuestra vida se mide por cursos y cada uno ha sido un trozo de nuestra vida cuyas repercusiones en nuestros alumnos se aprecian con el tiempo. O sea que son días luminosos estos de junio pero también tristes porque dejamos atrás un fragmento de nosotros mismos. Coincido contigo en la tristeza de septiembre. A mí el mes de agosto se me hace corto, pero la última semana la alargo y la alargo, libando cada día como un manjar inigualable, a la espera de ese fatídico uno de septiembre donde ¡Zas! hay que poner todo de nuevo a comenzar. Uf.

Al59 dijo...

Tristeza común, vulgar tal vez. Ellos al menos, con la preocupación por qué tal les tasaremos las almas, se distraen del zarpazo del tiempo.