miércoles, 14 de junio de 2006

El derecho obligatorio


Hay en todo esto el aire de un malentendido. En el letrero de una de las clases (Aula 7) alguien ha añadido una J inicial. Se sienten presos, y es verdad —aunque no toda. Enseñanza obligatoria, forzada. Para que aprendan a ser libres; para abrirles las puertas al campo: salir del pueblo o del barrio, contrastar el mundo de papá y mamá con otros muchos también pertinentes. Es la felicidad por decreto, un pequeño fragmento de utopía decimoctónica hecho realidad y, por tanto, pesadilla. Algo les dice que un quieras o no quieras no puede jamás ser verdad ni justicia, y no les miente —o les miente con la verdad. Si tuvieran que permanecer ante la tele (o el monitor del PC, o el cielo estéreo del mp3) seis horas diarias, con un control de asistencia y un sistema de premios y castigos, lograríamos tal vez liberarlos de su adicción alienante al (neg)ocio. Lo mismo vale para la sorda discoteca, o incluso el autoasalto a mano armada. Oficiales los quería yo ver. Complementaria: no hay escritor de gira por colegios que no haya descubierto que prohibir la lectura la volvería un placer sensual.

Sin embargo, es lo que hay, compañeros ilustrados. Llegamos al poder, impusimos las buenas leyes, concedimos de antemano lo que creemos deseable. Enseñanza para todos, control que garantice que ninguna familia niega a sus retoños la posibilidad de ampliar sus horizontes. Bien gratuito, ciencia contrastada, convivencia excitante entre clases, etnias y sexos. Cómo arrepentirse de eso. Podemos pensar que el límite de la obligatoriedad está mal puesto (a los 16 en vez de a los 14), pero, con todas las repercusiones del caso, no deja de ser un matiz.

Ahora que entierran a Freud, seguimos enfrascados en su océano: tras la máscara del fracaso escolar, el malestar de la cultura. Ya es casi indiferente que la enseñanza sea sobre todo un sucedáneo (me obligan a estar aquí cuando podría estar...) o la respuesta a una pregunta que no habíamos llegado a hacernos. El bebé ya nos lo dice cuando le obligamos a comer sin hambre. Nosotros ya lo decimos cuando le dejamos comer cuando y como le plazca y entonces nos despierta a las tres de la mañana o se niega a comer otra cosa que chuches.

No hay salida, folks. Estamos aquí para hacernos adultos y jamás se lo perdonaremos al Sumo Arquitecto. Quien pueda, que caiga de pie. Un sobresaliente (cum laude) para quien se atreva a hacerlo con gracia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sabias tus palabras.Siempre es la batalla entre los dioses civilizadores y los titanes pantagruélicos. Communitas y estructura, decía Turner; equilibrio entre la Ley y el Caos si nos ponemos en plan fantasía heroica. Nuestro empeño es siempre ser titanes, que son más simpáticos, pero si no nos damos cuenta de que la vida no es más que esa lucha los dioses se nos cuelan por la puerta de atrás.

No hay estado menos natural que el status naturae. Siempre hay obligaciones y si no queremos verlo nos atacarán cuando estemos dormidos. "Ni pública ni privada, enseñanza libertaria", dijo uno (y no sé si tenía una idea muy concreta de en qué consistía la enseñanza libertaria). El sistema obligatorio de enseñanza reproduce las desigualdades del status quo, de manera que sólo hay algo peor que él: su ausencia.

Prueba de todo ello es que los que nos llegan a la Universidad (que son los supervivientes) no vienen jurídicamente obligados a ello pero en un 80% no saben muy bien qué están haciendo allí; la inercia social manda. Y los que tienen claro lo que quieren -siempre es de agradecer- no quieren sabiduría y capacidad de raciocionio sino un título y pasta (tal vez sea las disciplinas que me ha tocado impartir).

Es un poco alienante, pero en medio de todo eso (y en el lugar, persona o momento menos pensado) es donde saltan las chispas de las que hablábais el otro día, como flores que brotan en el cemento. Flores que hacen que toda la basurilla que hemos montado entre todos merezca de verdad la pena.