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Los virus de la memoria (memes por mal nombre: en castellano suena a memez) se cuelan por todas partes. Una tradición sigue viva mientras es infecciosa, capaz de mutar adaptativamente. En la novela Últimos ejemplares, de Pablo Rivero (Gijón: Trea, 2006), rebosante de vida y memorias, me topo con un ejemplar estupendo (¿avanzado? ¿arcaico?) de Verónica.
El chalé de la Mamba daba miedo. El óxido se había zampado ya la mitad de la verja, y el portón, que se sostenía a duras penas, chirriaba como un cerdo en día de matanza; en el jardín había un pozo donde, según Celeste, si arrojabas una gota de tu sangre, podías contemplar en el reflejo ondulante tu propia muerte.
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