sábado, 24 de junio de 2006

El rostro de la muerte


Leer al Savater descatalogado, casi borroso, de sus primeros libros es el mejor antídoto contra el adocenamiento que conozco. Los que disculpan con sonrisilla forzada estas travesuras de juventud, tildándolas de ingenuas, quieren que olvidemos que se escribieron en años salvajes, en los que la presión para ser comedido y avenirse a lo inocuo no era menos hiriente que ahora. Savater, por lo demás, sabía lo que se avecinaba. Quizá ningún pasaje lo expresa mejor que estas líneas de Sobre la probabilidad de la muerte, último argumento (amenaza) con el que cualquier totalitarismo espera vencernos. Retimbrando a Epicuro, razona que vivir es aceptarse inmortal (mientras dure), pues nunca viviremos nuestra muerte sino en cuanto vivísima fantasía diurna. Dos intimaciones, sin embargo, nos amortajan en vida. La una tiene que ver con el trabajo, que nos vuelve pieza rígida, intercambiable y al fin inerte, de su mecanismo. Que sea él quien nos cuente la otra:

Otro argumento que apunta a corroborar la amenaza de mi fallecer es el de la necesidad de adoptar, para triunfar en la vida, el rostro de la muerte. Llamo «rostro de la muerte» a ese semblante severo, ceñudo, duro, inflexible, que los ruegos no ablandan ni las consideraciones ternuristas conmueven. ¿Cuántas veces al día debo adoptar esta máscara de hierro? Siempre que deseo obtener un éxito rápido. En el penoso juego del amor, por ejemplo, es quien con mayor frecuencia adopta el rostro de la muerte quien lleva las de ganar; quien sepa hacer que el otro se estrelle contra unos ojos duros y unos labios apretados, quien sea más despiadado en el malentendido y menos tolerante en el «tú-hiciste-luego-yo-te-hago», ese será quien logre domeñar a su amante de manera irresistible. Y ¿qué diremos de la política o de la economía, donde el rostro de la muerte es el uniforme exigido para cualquier circunstancia? Ambos contendientes se lo ponen y triunfa aquél que lo guarda más tiempo, como ese terrible juego de los jóvenes americanos hipermotorizados, en el que se lanzan frente a frente y a toda velocidad dos automóviles, y gana el que tarda más tiempo en apartarse de la trayectoria mortal. Paulatinamente, quien se ha acostumbrado a ganar adoptando el rostro de la muerte, lo conserva puesto más y más tiempo; pero hay un día en que Hyde no puede volver a ser Jekyll, en que lo que comenzó siendo máscara termina por modelar el rostro verdadero a su imagen y semejanza. Al ver cómo incluso en mi rostro relajado de los días festivos ya apuntan perdurablemente las férreas asperezas de mi careta de muerte, no puedo por menos de conceder que, a fin de cuentas, también yo debo ser mortal.

(FS, Escritos politeístas, Madrid: Editora Nacional, 1975, pp. 81-2)

3 comentarios:

Bartleby dijo...

Estimado Al59: aparte de alguna impertinencia (en sentido etimológico, que es el radical) en algún comentario suyo en el NJ, le felicito muy sinceramente por su blog. Porque el magisterio común de Agustín es un modo de pensar que une a las personas mucho más que cualquier lenguaje.
Saludos, Bartleby.

Al59 dijo...

Me alegro de leerle por aquí, Bartleby. Inolvidable magisterio: tanto como haber conocido a Sócrates. Un regalo: lo último de Agustín, algunas de las tertulias del Ateneo madrieño, puede leerse aquí (cortesía de Alejandro Rivero):
http://al.rivero.googlepages.com/tertuliasateneo

Al59 dijo...

Corto la URL:

http://al.rivero.googlepages.com/
tertuliasateneo