Y son los reyes buenos los huidos, los proscritos. Nos lo contaba el Himno Nacional: que pa' eso yo soy gitano / y tengo sangre de reyes. Las reinas: esas hormigas que caminan pedigüeñas por las calles, como poetas en tuberculosis, y agonizan las más sin llegar a buen puerto. Reyes son, en excedencia, los del cuento de Clark Ashton Smith: aquél en el que un joven pastor sueña con un palacio en el que vivió y fue feliz. Azuzado por este recuerdo, recorre de un lado para el otro el orbe hasta llegar a unas ruinas malolientes okupadas por mendigos. Son, como él, resaca de la Corte inmortal, exiliados a los que los sueños han devuelto a su casa. Como antaño volviera Ulises. Como siempre, a ciertas horas, se vuelve.
Y rey sultán era aquél, Harún Ar-Raschid, que en las noches de Bagdad se disfrazaba de mendigo, y bajaba con su fiel visir Chafar en busca de aventuras y sorpresas: y lo mismo la buena Mesalina, aburrida de su marido Claudio, tomaba la costumbre de acudir a los burdeles y allí, como la más batalleada jornalera, exprimía la fruta de los hombres de Roma.
Algo parecido cuentan de Nerón: que solía, rodeado de sus hombres, pasear por las calles de la Roma de yeso, y se gozaba así en atracar y armar la bronca. Y nadie osaba, dicen, resistirse, pues, como un charco de miedo, se extendía la noticia del abuso imperial. Pronto todos los bandidos, todos los bergantes romanos, habían asumido por su cuenta la ventajosa leyenda.
Y tienen los mendigos, además de necesidad de ayuda presta y políticas eficaces de Asuntos Sociales, siempre un eco de aquella conseja: hoy por ti, mañana por mí. Hoy mendigo y ayer rey. O viceversa. Y andan las loterías, como encenagamientos de obviedad, haciendo del más tirado de entre nosotros, a poco que se deje, millonario en potencia, un rey con chalet y gomina. Como aquel navegante que, recién llegado a puerto, se acercaba a la plaza de la villa, y veía allí, reunidos, a todos los habitantes del lugar, que con la vista puesta en una torre blanca seguían los virajes de una golondrina torpe. Y al fin, cuando acababa de darse cuenta de que el ave le había ensuciado el hombro, le rodeaban ya los gritos de júbilo, los brazos fuertes que lo alzaban en vilo; y él intentaba en vano resistirse, agitando su puñal toledano, creyendo que lo iban a matar. Y sólo muchos días más tarde, instalado en una silla con brazos dorados, empezaba a sospechar que los nativos, guiados de sus propias convicciones, le habían hecho rey, siguiendo las indicaciones del pájaro profeta. Y nada obstaba a su monarquía, por supuesto, que él no hablara la lengua del lugar; que lo esperaran en casa tantas cajitas por abrir.
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Un rey hubo, poderoso. Más poderoso el verbo haber.
Algo sentí que me mordía —y mi veneno lo mató.
Un rey hubo, poderoso. Más poderoso el verbo haber.
Algo sentí que me mordía —y mi veneno lo mató.
2 comentarios:
Hay un cuento de Tagore muy conocido sobre el rey y el mendigo, que sigue jugando con esta pareja de contrarios tan unidos (y tiene un aire muy de cuento tradicional, al margen de la intencionalidad religiosa del autor).
El mendigo está pidiendo y aparece un gran rey con toda su parafernalia. Entonces, el rey se sienta al lado del mendigo y le suplica una limosna. El mendigo -flipando- le da un grano de trigo de su saco. Cuando el rey se va, el mendigo descubre que ha aparecido un grano de oro en su saco. Entonces se lamenta de no haberle dado al rey el saco entero.
¡Y El Rey Pescador, de Gilliam! Qué gran película sobre el no pero sí (son ciertos los mitos).
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