Claro que en la Complutense de la primera mitad de los 90 también estaban esos profesores nefastos, infiltrados en el vello público como una plaga de ladillas. De los peores, un tal Escartín, que el año que lo sufrí despachaba la Literatura Española del XVIII al XX. Entre bufidos arrabalescos, este genio de las letras fusilaba las explicaciones de Bousoño sobre Machado y Lorca y las presentaba como propias, presumiendo (por desgracia, con razón) que ninguno de los presentes reconoceríamos la fuente. Ay.
Uno de los chistes malos de Escartín es que la miseria del neoclasicismo y romanticismo españoles venía anunciada en los nombres de sus próceres: Cadalso, Zorrilla… ¿Cómo tomárselos en serio?
Aunque nunca acepté su descalificación del romanticismo (¿Chopin y Bécquer dos cursis mediocres? ¡Que te jodan!) durante mucho tiempo he conservado del XVIII una visión escartínica, simplista: pura fobia.
El destino, elegante pero implacable, me obliga ahora a leer (y glosar) a todos los proscritos: el sofista Feijoo, el chilabista Cadalso …y el cursi entre los cursis, Meléndez Valdés. Cómo le cuento yo ahora a los amigos lo que, contra todo pronóstico, me ha gustado esta endecha anacreóntica, digna, como quien dice, de Peter Pan y Campanilla.
De mis niñeces
Siendo yo niño tierno
con la niña Dorila
me andaba por la selva
cogiendo florecillas,
de que alegres guirnaldas
con gracia peregrina,
para ambos coronarnos,
su mano disponía.
Así en niñeces tales
de juegos y delicias
pasábamos felices
las horas y los días.
Con ellos poco a poco
la edad corrió de prisa,
y fue de la inocencia
saltando la malicia.
Yo no sé; mas al verme
Dorila se reía
y a mí de sólo hablarla
también me daba risa.
Luego al darle las flores
el pecho me latía
y al ella coronarme
quedábase embebida.
Una tarde tras esto
vimos dos tortolitas,
que con trémulos picos
se halagaban amigas
y de gozo y deleite,
cola y alas caídas,
centellantes sus ojos
desmayadas gemían.
Alentonos su ejemplo,
y entre honestas caricias
nos contamos turbados
nuestras dulces fatigas;
y en un punto cual sombra
voló de nuestra vista
la niñez, mas en torno
nos dio el Amor sus dichas.
Siendo yo niño tierno
con la niña Dorila
me andaba por la selva
cogiendo florecillas,
de que alegres guirnaldas
con gracia peregrina,
para ambos coronarnos,
su mano disponía.
Así en niñeces tales
de juegos y delicias
pasábamos felices
las horas y los días.
Con ellos poco a poco
la edad corrió de prisa,
y fue de la inocencia
saltando la malicia.
Yo no sé; mas al verme
Dorila se reía
y a mí de sólo hablarla
también me daba risa.
Luego al darle las flores
el pecho me latía
y al ella coronarme
quedábase embebida.
Una tarde tras esto
vimos dos tortolitas,
que con trémulos picos
se halagaban amigas
y de gozo y deleite,
cola y alas caídas,
centellantes sus ojos
desmayadas gemían.
Alentonos su ejemplo,
y entre honestas caricias
nos contamos turbados
nuestras dulces fatigas;
y en un punto cual sombra
voló de nuestra vista
la niñez, mas en torno
nos dio el Amor sus dichas.
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