miércoles, 5 de abril de 2006

Cazador que vas cazando


Está ese viejo tópico de que la literatura española es alérgica a lo fantástico. De acuerdo, si concedemos que el infante don Juan Manuel, Espronceda, Bécquer y Cunqueiro (por citar sólo cuatro ases) son en realidad venusinos. El Romancero ha sufrido la misma simplificación. Y sin embargo...

CAZADOR QUE VAS CAZANDO (í.a)
(La Infantina + Caballero burlado + Hermana cautiva: IGR 0164 + 0100 + 0169)

Informante: Guadalupe Alegre García, de Jaraíz de la Vera.
Fecha de nacimiento: 1 de julio de 1955.
Lugar: Navalmoral de la Mata.
Fecha: 31-3-2003.
Recopilador: Alejandro González.

Cazador que vas cazando,
cazando de noche y día.
Los perros iban cansados,
la caza no parecía.
Se ha parado a descansar
al tronco de una hermosa encina.
El tronco era de oro,
las ramas de plata fina
y en la cogolla más alta
y había una hermosa niña
con una mata de pelo
que toa la encina cubría.
—No te asustes, cazador,
que soy una hermosa niña
que en el vientre de mi madre
me maldijo una tia mía
que tenía que estar penando
siete año(h) en esta encina
y hoy los cumplo, cazador,
al punto de mediodía.
Si me quieres esperar,
iremos en compañía.
—¿Dónde montaré a mi bella,
dónde montaré a mi blanca?
—Y en las jancas del caballo
para mayor honra mía.
Y a la mitad del camino,
la niña se sonreía.
—¿Por qué sonríes, mi bella?
¿Por qué sonríes, mi blanca?
—Me río de ti, cazador,
que las espuelas se te olvidan.
Mi padre fabrica el oro,
mi madre la plata fina
y un hermanito que tengo
se dedica a cacería.
—Abrir puertas y ventanas,
balcones y galerías.
Creí que traía una novia
y traigo a una hermana mía.

Estamos ante un poema extremadamente interesante por dos razones: los elementos maravillosos que contiene, poco comunes en el Romancero, y la fusión en un solo texto de elementos procedentes de distintos romances (contaminación).

Elementos maravillosos

El narrador ha sabido aprovechar en esta historia de encantamiento dos poderosas creencias populares: la que concede a la palabra poder mágico para encauzar el destino y la que imagina ciertos árboles (en especial, las encinas) como morada de enigmáticas mujeres sobrenaturales.

La doncellita o infantina que da nombre a este romance es víctima de la maldición que (por razones que no vienen al caso) su tía lanzó contra ella cuando era aún un bebé en el vientre de su madre: durante siete años (número mágico donde los haya), ha estado penando, subida en la cogolla (copa) más alta del árbol, esperando la llegada de un mancebo capaz de rescatarla y hacerla suya.

Trama de La infantina

Conservamos dos versiones antiguas de este romance, incluidas en el Cancionero de romances que se publicó hacia 1548 y en la segunda edición del mismo, de 1550. La primera versión es muy breve (34 octosílabos): el cazador recibe con inoportuna vacilación la oferta de la niña de ser su mujer o amante (amiga): promete acudir a pedir consejo a su madre sobre ambas opciones, y la niña se queda sola en la montiña, tras lanzar una elocuente maldición:

¡Oh, malhaya el caballero
que sola deja a la niña!

En la segunda versión, considerablemente más larga (añade 16 octosílabos), el caballero vuelve tras consultar a su madre (que le aconseja tomarla por amiga), pero para entonces es demasiado tarde: la niña ya no está. A lo lejos, alcanza a ver cómo se la lleva un cortejo con muy gran caballería. Abochornado, él mismo se condena a muerte por haber dejado escapar una ocasión como aquélla.

Contaminación: La infantina + El caballero burlado (A + B)

No es éste, sin embargo, el desarrollo que encontramos en nuestro texto: a partir del verso 23, la trama se aparta de la usual en La infantina. Este desvío se debe a una contaminación, es decir, un cruce o fusión entre elementos de dos o más romances distintos. En nuestro caso, La infantina sufrió desde fecha temprana una tendencia a fundirse con otro romance denominado El caballero burlado.

Un repaso a la trama de éste nos ayudará a entender cómo ha sido posible esta confluencia: sus protagonistas son, como en La infantina, un joven inexperto en amores y una hermosa niña, con la cual topa al pararse junto a un árbol. En las versiones puras de El caballero burlado, la acción nos presenta a una joven noble que parte sola hacia París, donde le esperan sus padres. En el camino, se detiene a descansar bajo las ramas de un roble. La encuentra allí un caballero, que se dirige también hacia la ciudad. Caballeroso, le ofrece llevarla hasta allí en su caballo. La niña se sienta en las ancas del caballo, mientras él ocupa la silla. Durante el camino, él la requiere de amores, pero ella le previene que es hija de leprosos (malatos) y puede contagiarle la enfermedad. Crédulo, el caballero desiste de su propósito, pero a la entrada de París ve con inquietud que la niña se sonríe a costa de su ingenuidad:

Ríome del caballero y de su gran cobardía:
tener la niña en el campo y catarle cortesía.

Tarde quiere el caballero dar marcha atrás: la muchacha le advierte (¿otro farol?) que es hija de los reyes de Francia, y que el hombre que a mí llegase, muy caro le costaría.

En el tramo central del poema (vv. 23-32), nuestra versión ha asimilado dos elementos característicos de El caballero burlado: la decisión de montar a la dama en las ancas (jancas) del caballo y la risa de la niña a cuenta del caballero, en este caso justificada por el detalle de que las espuelas se le olvidan.

Nueva contaminación: con La hermana cautiva [(A + B) + C]

Sin embargo, el final de nuestro romance tampoco es el propio de El caballero burlado. La razón de ello es que (como confirmando la observación de que no hay dos sin tres) un tercer romance en discordia se ha cruzado en el camino de nuestro texto. La semejanza de la historia del cazador-caballero y la niña encantada que se burla de él con aquélla del joven que sale a buscar esposa y encuentra una mora lavando paños en la fuente fría (romance de La hermana cautiva) ha llevado, en algún momento de la trasmisión de este poema, a cruzar los argumentos de ambas historias, produciendo una nueva contaminación de los tres romances.

Por desgracia, tampoco en este caso llega a buen puerto la que en principio parecía una prometedora historia de amor. Como ya sabemos, en La hermana cautiva, cuando la mora o niña ve las tierras a las que su caballero la lleva, reconoce en ellas su tierra natal, y se produce una inesperada anagnórisis o reconocimiento: rescatador y rescatada son, sin saberlo, hermanos carnales, separados tiempo atrás por el destino.

Así pues, tenemos integrados en un solo poema elementos argumentales que pertenecen en origen a tres romances distintos: los versos 1-22 corresponden al planteamiento de La infantina; entre el 23 y el 32 se ha incorporado material de El caballero burlado y del 33 al 40 la historia se resuelve según el molde de La hermana cautiva.

El hecho de que los tres poemas compartan la rima en í.a ha resultado, sin duda, determinante en su contaminación. Pero el impulso principal viene del planteamiento común a todos ellos: lo que comienza como un prometedor chico encuentra chica se ve frustrado por la indecisión del hombre, que depende enfermizamente de su madre (La infantina); por su credulidad y falta de arrestos (El caballero burlado); o por el tabú del incesto (La mora cautiva).

Amores imposibles con mujeres maravillosas

Conviene en este punto recordar que las historias de amor entre una mujer sobrenatural (una sirena, por ejemplo: o la selvática Melusina) y un hombre mortal casi nunca terminan bien. Recordemos a vuelapluma algunas de ellas. De Anquises, el padre del héroe Eneas, nos cuenta el Himno homérico a Afrodita que por haber presumido del amor que le dispensó esta diosa quedó baldado para siempre, debiendo su hijo llevarlo a cuestas cuando lo sacó de la incendiada Troya. Para poder correspoder al cariño que por él sentía la diosa Luna (Selene), Endimión accedió a quedar hechizado en un sueño eterno. Otra diosa, en fin, la de la Aurora (Eos) se encaprichó de un tal Titono y lo llevó a vivir consigo, tras pedir y obtener para él la inmortalidad. Por desgracia, se olvidó de solicitar algo igualmente importante: la eterna juventud, y por ello el amante fue convirtiéndose con el paso de los años en un residuo vivo pero ancianísimo, un juguete gastado del que la diosa no tardó en cansarse, transformándolo en cigarra. Del pastor Dafnis se contaba que se enamoró de él una ninfa llamada Nomia, «la Pastora», y accedió a vivir a su vera, con la sola condición de que jamás mirase a otra mujer; tan pronto incumplió su palabra, lo dejó ciego.

En el folklore peninsular, las historias sobre encantadas, hadas, mouras o xanas están sujetas a finales igualmente frustrantes, aunque de otra naturaleza, más similar a la peripecia de nuestro romance: el joven que topa con la encantada recibe el encargo de cumplir una prueba (por ejemplo, la dama le advierte que habrá de llevarla en brazos desde su cueva hasta una playa vecina). En el momento de la verdad, el mortal pifia la prueba por cobardía, debilidad o mera torpeza (por ejemplo: a medida que se aleja de la cueva y se desencanta, la xana empieza a pesar más y más; al llegar a la playa, estalla una terrible tormenta y el hombre, asustado y abrumado por el peso, deja caer a la dama) y la encantada ve reforzada la maldición que cayó sobre ella, debiendo permanecer para siempre en su cárcel mágica.

Detrás de todas estas historias late una ambivalencia muy masculina ante la figura de la mujer maravillosa (¿ángel? ¿demonio?), cuyas complejidades superan su limitado entendimiento: el hombre imagina a esta dama sobrenatural sobremanera deseable, pero esa misma perfección le hace consciente, por contraste, de su propia naturaleza mortal, inferior e imperfecta. Temeroso de no dar la talla, explora sus sentimientos de atracción y rechazo en este tipo de historias ambiguas, de las que no se sabe qué conseja sacar: si será cierto que quien busca pan de trastrigo, busca su propio castigo, por lo que lo es mejor no entregarse a aventuras amorosas con mujeres superiores e indomeñables, de vericuetos imprevisibles; o si la ocasión la pintan calva, y lo que se deja por hacer es lo único realmente imperdonable, como advirtiera Silvio Rodríguez:

Los amores cobardes no llegan
a amores ni a historias, se quedan allí:
ni el recuerdo los puede salvar
ni el mejor orador conjugar.

Parece increíble que en un texto tan breve y sencillo como el de nuestro romance se pueda condensar un contenido simbólico de tanto calado, y que la historia de su formación sea tan enrevesada. Pero ése es el milagro de la tradición: ir despojándose de lo accesorio y logrando decir más con menos. Sólo mediante esa sabia confusión, que da un giro creativo al olvido y a la técnica del remiendo, pueden tres romances distintos devenir uno solo, en virtud tanto de sus semejanzas exteriores, formales (medida, rima, coincidencia en la tipología de los personajes y en un punto clave del escenario: el árbol) como de una semejanza mucho más profunda (el desencuentro amoroso entre una dama en apuros y un caballero que, pese a desearlo, no logra ser su príncipe azul).

Análisis detallado de nuestra versión

El texto resultante de tan larga historia tiene algún punto desconcertante (si no fuera por las otras versiones que conocemos de El caballero burlado, ¿cómo entenderíamos que la niña se ría tanto por el olvido de las espuelas?), pero no por ello deja de ofrecernos una historia coherente y muy atractiva.

Como si acabara de abrirse el telón, aparece en escena el cazador, al que el narrador (¿o es la propia niña?) se dirige en una sorprendente pero eficacísima segunda persona: cazador que vas cazando (nótese en estas palabras el aprovechamiento habilísimo de las posibilidades del políptoton y la aliteración). Su búsqueda ha sido hasta ahora tan prolongada (de noche y día) como inútil (los perros iban cansados, / la caza no parecía). Lejos de sorprender a su presa, va a ser él el sorprendido (cazador cazado) por esa niña que le habla desde lo alto, dominando un árbol mágico de tronco dorado y ramas argentinas: un poco, salvando lo que de dispar hay en las apariencias y en los contenidos, como aquel otro soldadito o pastorcico que ve bajar del monte a la Serrana y se ve igualmente embarcado por esta dama que baja de lo alto en una aventura amorosa que amenaza superarlo. Si la Serrana tiene un pelo larguísimo, que a los zancajos le llega, el de esta niña aparentemente más dulce pero no menos ligada a la naturaleza salvaje cubre, incontenible, toda la encina. Uno tiene casi la tentación de recordar esas coplas obscenas en que el hombre evoca con picardía el miedo que sintió la noche de bodas al ver aquel gato negro / las barbas que me ponía.

Miedo pasa el cazador, a juzgar por las primeras palabras que la moza le dirige: No te asustes, le dice. Todo tiene su explicación: si ella está como atrapada en aquella maraña maravillosa y algo uterina de pelos y resplandores es porque no le han dejado nacer como Dios manda. Quiso su tía maldecirla en la barriga de su madre, por causas que sólo a ella (que no al narrador ni a nosotros) se le alcanzan. Siete años (como siete meses de embarazo) ha estado ella penando en aquella encina, y el plazo del encanto se cumple justo en esta hora mágica del mediodía (esa hora extraña en que los cuerpos no arrojan sombra, y es imposible por ello distinguir a los vivos, que gozan de ella, de los fantasmas, a los que la experta mirada del sol niega toda consistencia).

Aunque nuestro cazador no es víctima de la indecisión en tan gran medida como el de las versiones puras de La infantina, no deja de ser significativo que su única respuesta a la proposición de la muchacha sea una duda planteada por dos veces:

—¿Dónde montaré a mi bella,
dónde montaré a mi blanca?

Notemos cómo el romance, tan parco en palabras o versos de más, se acoge aquí a una vieja convención que frena o detiene el discurrir de los hechos: dentro de un par de versos, el segundo (portador de la rima asonante) se construye como imagen o eco del primero, cuyo significado reitera, al tiempo que cambia las palabras del final y con ellas la rima. Tal redundancia nos envía muy atrás en el tiempo, a las morosas cantigas de amigo medievales, que hacían ya de este repetir lo mismo con distinta palabra y melodía uno de sus rasgos más notables. Este contraste entre la forma (que cambia) y el sentido (que permanece) se corresponde íntimamente con la poética transformadora del Romancero en su conjunto: cada versión de un romance es distinta de las demás en un número, a menudo considerable, de variantes; y sin embargo mantiene el sentido subyacente, tal como la intuición (más bien que la reflexión) de los distintos trasmsiores y reformuladores sabe percibirlo.

Ahora bien, resulta que esta morosidad formular está aquí plenamente justificada desde el punto de vista dramático: pues el cazador, indeciso, repite por segunda vez la pregunta como tomándose (inútilmente) un tiempo extra para resolverla. De paso, probablemente está diciendo más de lo que su pudor querría: es difícil pensar que ni al cantor ni a la niña deje de resonarles eso de montar a mi bella, montar a mi blanca con la connotación sexual que es propia, en el hablar cotidiano, de tales equitaciones.

La muchacha resuelve este impasse con la seguridad de quien domina la situación: él irá delante, en la silla, y ella detrás, en las ancas o jancas. Ningún riesgo, pues, de inoportunos achuchones: al doble sentido de montar responde ahora el de honra (para mayor honra mía). Al concederle este capricho, él la estará honrando, tratándola con respeto; y todo irá en beneficio de la conservación de esa otra honra encarnada en el virgo, aquello que decía Cernuda con sorna de que la honra de los hombres reside entre las piernas de sus mujeres.

No es extraño que a la mitad del camino la niña se ría del cazador, provocando otra doble pregunta del desconcertado joven (observemos que, en cambio, en las intervenciones de ella no hay ni un solo doblete redundante). Curiosamente, en la respuesta (Me río de ti, cazador, / que las espuelas se te olvidan) lo único evidente es que la encantada se está riendo de él: el verso par, tiempo débil desde el punto de vista del sentido, da una razón que parece más bien una excusa, aunque no deja de señalar la inexperiencia del hombre en lo que a montar se refiere.

Este puntillo de sorna deja paso a un nuevo flashback familiar: si antes la dama ha hablado de su madre y de su tía y de la maldición de ésta, algo (suponemos que la visión de tierras que le resultan conocidas) le hace recordar ahora, en tiempo presente, los oficios de sus familiares:

Mi padre fabrica el oro,
mi madre la plata fina
y un hermanito que tengo
se dedica a cacería.

Obsérvese el engarce con la primera parte del romance: el oro que fabrica el padre se corresponde con el tronco del árbol, la plata con las ramas donde la muchacha penaba su encanto, y ese hermano dedicado a cacerías... ¿a quién puede recordarnos sino al cazador que va cazando, cazando de noche y día? Apenas hemos hecho automáticamente esa asociación de ideas (en la que los dos primeros términos nos dejan atrapados en una correspondencia simbólica algo enigmática, en contraste con la sugerencia eminentemente práctica y transparente del tercero), cuando el cazador se ocupa de confirmar su identificación con el hermano. Curiosamente, no tiene nada que decirle a esta niña que le acompaña, sino (¡a pesar de estar aún a mitad de camino!), a sus padres, que le esperan en casa:

Abrir puertas y ventanas,
balcones y galerías.
Creí que traía una novia
y traigo a una hermana mía.

En realidad, ni ella ni él habían cambiado hasta entonces palabra alguna sobre noviazgo, matrimonio o amores: la hermosura de la dríade, la turbación del mozo al verla, sus dudas sobre cómo montar a la bella, la decisión de colocarse donde su honra quede asegurada, la risa pícara de ésta, todo ha creado un ambiente de tensión erótica sobreentendida que sólo obtiene confirmación explícita a última hora, precisamente cuando el destino acaba de frustrar estas expectativas de forma inesperada e inapelable. Una cosa se creía, otra es: y esto no le pasa sólo a los protagonistas, sino también a nosotros.

De hecho, este tema del contraste entre apariencias y verdades ha venido sabiamente desarrollado durante todo el poema: el cazador que no caza (que es, de hecho, cazado), las palabras que no significan sólo lo que parecen (montar, honra), el elemento maravilloso (oro y plata) que teníamos ya olvidado y que reaparece, abriendo una correspondencia enigmática que, sin embargo, se resuelve en una revelación completamente nítida (anagnórisis del parentesco). Lo que parecía una historia de amor no lo es. Lo que parece un solo romance es (en cierto modo) tres distintos: o al revés, alguien ha sabido ver en tres romances en principio distintos variantes de una única historia, la del desencuentro amoroso entre una bella niña y un fallido príncipe azul. Incluso en el nivel estilístico se da la misma doblez: lo que puede parecer un recurso formular romancístico (el par de versos que expresan la misma idea dos veces, con distinto colofón y rima) adquiere aquí un valor muy específico: caracterizar el discurso vacilante del joven.

Innovación y mejora en la tradición de La infantina

En un artículo polémico sobre la poesía popular, señala Luis Cernuda que el arte de romances como éste nada tiene de ingenuo, primitivo o desmañado; pero es que tales rasgos negativos no son propios de la poesía tradicional sino en la mente de quienes no la han catado con la debida atención.

Es significativo que Menéndez Pidal acuda precisamente a este romance para mostrar que en ocasiones la versión vieja del poema (en este caso, la del siglo XVI) ha mejorado sensiblemente con las aportaciones de sucesivos co-autores que han ido alterando detalles del mismo. La descripción del árbol en las versiones modernas, como la que aquí ofrecemos, adquiere un tinte maravilloso (tronco de oro, ramas de plata) que potencia admirablemente la figura enigmática de la infantina; comparativamente, el texto antiguo resulta poco imaginativo:

arrimárase a un roble, alto es a maravilla.

De igual manera, las palabras con que la encantada se describe a sí misma en nuestro texto (que soy una hermosa niña / que en el vientre de mi madre / me maldijo una tia mía) suponen una afortunada síntesis de la formulación más antigua, a la que ha sabido podar de detalles enojosos:

fija soy del buen rey y de la reina de Castilla;
siete fadas me fadaron en brazos de una ama mía.

Como escribe don Ramón, el esfuerzo poetizador es, en suma, más intenso: el proceso está lejos de ser degenerante. De la tradición que hace y rehace el texto infinito de cada romance puede decirse lo que el refrán advierte de toda agua viva:

Agua corriente no mata a la gente.

Es el continuo fluir de estos cantos rodados quien termina eliminando de ellos toda pedantería y afectación: un riesgo de estancamiento que la poesía de autor tiene bastante más difícil evitar.

2 comentarios:

Joselu dijo...

No puedo añadir nada sino admirar tu sabiduría y erudición. Me alegro de que nuestros caminos se sigan cruzando. No soy un buen folklorista pero he disfrutado con tu interpretación de la mezcla de los tres romances. Los romances son una fuente constantes de admiración e incluyen a veces elementos sorprendentes. Un día si te apetece me gustaría que comentaras el romance sefardí de la Catalina. Lo oí numerosas ocasiones cantado y conozco la versión del conspicuo Joaquín Díaz. Un cordial saludo.

Al59 dijo...

A bote pronto, no caigo en qué romance es el de Catalina. ¿Alguna pista?